Debemos ser equilibrados al adorar a nuestro Señor, pues esa es la clase de adorador que él busca.
Uno de los libros cristianos más famosos, publicado a fines del siglo XX, fue escrito por Rik Warren y tiene como título Una vida con propósito. Entre las muchas frases de efecto que ese autor presenta, me llamó la atención una definición bien amplia de adoración: “Todo lo que hagas y traiga placer a Dios”. Para el Diccionario de la Real Academia Española, la palabra tiene un significado más específico y no menos significativo: “Reverenciar con sumo honor o respeto a un ser, considerándolo como cosa divina; reverenciar y honrar a Dios con el culto religioso que le es debido”.
Sin duda, la verdadera adoración cristiana es el culto de reverencia a Dios como Creador y Redentor. Por otro lado, tenemos que reconocer que, en nuestros días, este tema no es un artículo de moda. Para la mayoría de las personas, es mucho más estimulante recibir una invitación para una fiesta, un evento deportivo o un show con la presencia de algún ídolo popular que asistir a una reunión de la iglesia. Parafraseando la definición de Warren, el ser humano “adora” hacer cualquier cosa que le dé placer. Lamentablemente, no existe una fascinación natural cuando alguien es invitado a participar de un culto. Por ese motivo, la misión de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, como portavoz de los tres últimos mensajes de advertencia de Dios, en el fin del Gran Conflicto, es restaurar el verdadero culto y la adoración correcta al Dios creador (Apoc. 14).
¿Por qué razón nuestros amigos, aun los creyentes en Dios, ofrecen resistencia cuando son invitados a adorar con nosotros en la iglesia, especialmente en sábado, día de adoración por excelencia? Una de las razones más significativas tiene relación con la cultura posmoderna, de nuestros días. La adoración está íntimamente relacionada con el respeto, el reconocimiento y la aceptación de la autoridad, el señorío y la independencia. Nuestra cultura incorporó un rechazo implícito a cualquier forma de autoridad, pues la autoridad última está, como se pretende, dentro de la conciencia de cada persona. Así, los padres, la iglesia y el propio Dios ya no sirven más como referentes definitivos de valores y autoridad. El acto de adorar pasó a ser interpretado como actitud sentimentalista, primitiva, o de un devoto recluso, en la búsqueda mística de un encuentro con la Deidad.
Con esto, nunca fue tan tenue la lí- nea que separa al Creador de la criatura. Nuestra generación perdió el sentido de la presencia divina. En nuestros días, la criatura quiere asumir el papel del Creador: “Dios está dentro de ti mismo”, insisten millares de libros de autoayuda. “¡Adórate a ti mismo!” es lo que sugieren los medios de comunicación, las grandes organizaciones de consumo y las redes sociales. El diagnóstico es caótico: nuestra generación está, literalmente, rechazando al Creador.
Formato y lugar
El tema se hace todavía más complejo cuando se discute la forma que tal adoración debe asumir. Aun cuando el primer mensaje angélico deje en claro nuestra misión de proclamar a Dios como Creador y único ser digno de adoración (Apoc. 14:6, 7), muchos están confundidos acerca de la manera en la que deben adorarlo. En términos bíblicos, la verdadera adoración celebra la presencia de Dios y es mediada por la exposición de la Palabra. Requiere el equilibro entre espíritu de gratitud, alabanza, dedicación y atención a la Palabra (Col. 3:16). Así, podemos adorar a nuestro Dios con música apropiada, oraciones de gratitud e intercesión, gestos de entrega de aquello que tenemos y somos; pero, el centro está en la manifestación de la Palabra: Dios habla y su pueblo responde. Cuando la liturgia se concentra esencialmente en términos de alabanza e intercesión, destinando un tiempo limitado a la predicación o al adoctrinamiento, se pierde el equilibro indispensable para una adoración genuinamente bíblica. ¿Cuánto tiempo su iglesia ha reservado para la predicación, dentro de la liturgia? Por ese motivo, la advertencia paulina tiene mucho sentido: “Predica la Palabra” (2 Tim. 4:2).
A veces, e indebidamente, la validación del estudio de la Palabra está asociada con el mensajero, y no con el mensaje: “¿Quién va a predicar hoy?” Pareciera que existe una búsqueda habitual de predicadores que se preocupen solo por la elocuencia o por el “buen humor”. Durante una serie de sermones del famoso orador Henry Ward Beecher, su hermano tuvo que sustituirlo una de las noches. Cuando la audiencia notó que el pastor suplente subía a la plataforma del púlpito, chasqueadas, muchas personas comenzaron a levantarse para dejar el templo. En ese momento, el pastor proclamó con voz inequívoca: “Todos los que vinieron a adorar a Henry Ward Beecher se pueden retirar. Todos los que vinieron a adorar a Dios permanezcan en sus lugares”. Aprendí que, aun cuando seas un predicador sencillo, con limitaciones linguísticas y teológicas, puedes mediar la Palabra, de modo tal que la gente puede extraer lecciones significativas para su crecimiento espiritual.
Me parece apropiada la declaración de cierto pastor, durante un culto: “Amigos, hace mucho tiempo que estamos necesitando algunos momentos de silencio en esta iglesia. Acabamos de escuchar un texto que nos recuerda los sufrimientos del Señor que adoramos. Lo mejor que podemos hacer es, sencillamente, mantenernos en silencio y reflexionar en este texto. Que el Espíritu Santo guíe nuestros pensamientos, al adorar al Señor durante algunos momentos de silencio”.
¿En qué lugar debemos adorar? ¿En casa? ¿En el templo? ¿En las calles? ¿En Jerusalén? ¿En Gerizim? Es posible adorar a Dios tanto en un culto elaborado, con una liturgia perfectamente planificada y un ambiente climatizado, como en un espacio simple, sin decoración; o hasta en el silencio de la conciencia. Si bien la adoración también puede ser individual o familiar, la Biblia recomienda que esa experiencia también sea vivenciada colectivamente. La comunidad debe reunirse en el templo. Es en la celebración del pueblo de Dios reunido en asamblea que la adoración se hace más plena. Podemos adorar en casi cualquier lugar y en cualquier día; pero, tenemos que reconocer que hay lugares específicos dedicados al culto, al igual que también hay un día especial de adoración (Lev. 19:30). “Hermanos, a menos que aprendáis a respetar el lugar de devoción, no recibiréis la bendición de Dios. Podéis rendirle una forma de adoración, pero no será un servicio espiritual” (Elena de White, Joyas de los testimonios, t. 2, p. 251).
Razón y emoción
En algunos segmentos, existe la preocupación de practicar una forma de adoración que traiga placer a los adoradores, en la que se exaltan las emociones y las experiencias personales, en detrimento de lo cognitivo, lo racional. En estos grupos, se valora el talento individual, subestimando la participación colectiva. En lugar de constituir períodos de alabanza sincera y coherente, las reuniones de adoración, en muchos grupos religiosos, llegan a ser verdaderos espectáculos o “shows de la fe”, a fin de agradar los sentidos y dejar a los participantes en estado de arrebatamiento emocional. Son como adoradores egoístas, que se agolpan en iglesias para un gran momento social; el momento del encuentro con los amigos y, en caso de que sea posible, hasta incluso con Dios. A veces, puede ser que nos preocupemos tanto por las formas que nos olvidemos del Señor de la adoración. Ciertamente, vivimos en un momento de crisis de adoración; posiblemente muy semejante al experimentado por Israel y descrito a través del profeta: “No lo puedo sufrir; son iniquidad vuestras fiestas solemnes” (Isa. 1:13).
La falsa adoración es una señal de los tiempos. La victoria de Jesucristo sobre la tercera tentación nos debe llevar a reflexionar seriamente acerca de los modernos ataques de Satanás sobre la iglesia de Dios. “Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás” (Mat. 4:10). Thomas Fullear dice que “los que adoran a Dios solo porque lo temen adorarían también al diablo”.
Al hablar con la mujer samaritana, Jesucristo dejó en claro que hay una forma de adoración (Juan 4:23, 24). Él no nos dejó opciones: no se trata de adorar en espíritu o en verdad, sino “en espíritu y en verdad”. Tenemos que adorar de manera equilibrada, de las dos formas. Si adoramos más en espíritu, tenemos mucha pasión y poca razón; si adoramos más en verdad, tendremos mucha razón y poca emoción. Debemos ser equilibrados, al adorar a nuestro Señor. Son esos adoradores los que el Padre busca.
El corazón de la adoración es nuestro corazón. Tan significativa como el lugar y la forma de adoración colectiva, nuestra actitud personal ante ella será de extrema reverencia. En ese sentido, debemos considerar los siguientes puntos:
* Puntualidad en la llegada a la iglesia, para el inicio del culto
* La ropa que visto. * La manera en que me siento.
* Mi comportamiento en un ambiente que requiere mi reverencia.
* Mis palabras y mis pensamientos.
* La música que canto o ejecuto con los instrumentos.
* Mi comunión, los diezmos y las ofrendas, y mis oraciones.
* La familia junta, en adoración.
La primera gran obra de Leonardo Da Vinci, llamada “La adoración de los reyes magos”, es un óleo sobre madera, de aproximadamente 2,5 m x 2,5 m, datada entre 1481 y 1482. La obra fue encomendada por los monjes de San Donato de Scopeto, cerca de Florencia, Italia. En ella, Da Vinci usó con sabiduría su técnica de juego de luces y sombras, estimulando la imaginación del observador y generando la ilusión de profundidad. A eso llamamos, actualmente, 3D. La pintura revela el dominio que Da Vinci tenía de la anatomía humana, y en la obra todos los elementos obligan a mirar hacia el centro, donde están las figuras de María y el bebé Jesús. Sorprendentemente, el artista dejó la obra inconclusa.
A semejanza de eso, sabemos que hoy nuestra adoración, bajo las tensiones del Gran Conflicto, nunca será perfecta aquí, en la Tierra. Pero, por la gracia de Dios, será perfecta en los cielos. “Dios es superior y santo; y para el ser humilde y creyente, su casa en la Tierra, el lugar donde su pueblo se reúne para adorarlo, es como la puerta del cielo. Los himnos de alabanza y las palabras habladas por los ministros de Cristo son los instrumentos designados por Dios para preparar a un pueblo para la iglesia de lo alto, para ese culto superior, en el que no puede penetrar nada que sea impuro o profano” (Elena de White, Mensajes para los jóvenes, p. 187).