“Así como no sabes por dónde va el viento, ni cómo se forma el niño en el vientre de la madre, tampoco sabes nada de lo que hace Dios, creador de todas las cosas” (Ecle. 11:5, DHH).
Estaba sucediendo, y sin embargo, yo no podía asimilarlo. Cinco años y medio antes, me habían con rmado que yo tenía una falla en el ovario y, por lo tanto, no sería posible quedar embarazada. Mi marido y yo orábamos fervorosamente para saber si la adopción formaba parte del plan de Dios para con nosotros. Y luego, depositamos el asunto en sus manos. Algunos meses después, conocimos a una jovencita. Ella ya tenía un bebé de diez meses y estaba embarazada, con 22 semanas de gestación. No tenía un compañero, y ya estaba decidida a no quedarse con el recién nacido. Mi ansiedad era tan grande que ya no podía comer ni dormir. Recuerdo el día en el que se realizó la primera ecografía, era un niñito. Todos mis temores se disiparon. El bebé no estaba siendo gestado en mi vientre; sin embargo, sin ninguna duda, él ya ocupaba un lugar en mi corazón.
El parto se adelantó y, con 32 semanas de gestación, se transformó en mi regalo de cumpleaños. Él nació con solamente 1,5 kilogramos. Le pusimos de nombre Ammiel. Entonces, clamamos a Dios pidiéndole protección. Iban transcurriendo los días, y los médicos nos decían que se trataba de un bebé prematuro en condiciones críticas. Para completar el cuadro, en la unidad de terapia intensiva, se instaló un virus hospitalario que fue ganando la batalla contra los recién nacidos. Le rogamos a Dios que cuidara a nuestro bebé. Sin embargo, un domingo, cuando apenas tenía diez días de vida, él contrajo el virus. Esa fue la noche más larga de mi vida. Tal como Ana, derramé mi alma delante del Señor, suplicándole por un milagro. Lloré y oré hasta que, nalmente, sentí que la paz inundaba mi mente.
Al día siguiente, yo tenía que viajar, pero tenía la seguridad de que Dios obraría la cura de mi pequeñito. Por la tarde, al volver a casa, mi esposo no estaba. Apenas había ingresado en la casa, sonó el teléfono; atendí y era mi esposo, pidiéndome que fuera al hospital. Al darle marcha al motor del automóvil, durante algunos segundos permanecí inmóvil y en ese momento oí, de una manera muy clara dentro de mi mente, una voz diciendo: “Jehová dio, Jehová quitó; bendito sea el nombre de Jehová”. No pude contener el torrente de lágrimas. En aquella madrugada, después de haber luchado como un león, Ammiel descansó. En ese momento, para mí, se inició la etapa más difícil de mi vida. No podía entenderlo. Me sentía indignada con Dios. Los días iban pasando, y yo no quería ir a la iglesia. No quería orar ni levantarme de la cama. Pero había un problema, yo era la esposa del pastor.
A veces, los milagros no suceden tal como los imaginamos; sin embargo, con toda seguridad, suceden de la manera que mejor le conviene a nuestra salvación. Luché en soledad durante algún tiempo, enfrenté una crisis en mi matrimonio, en mi vida ministerial y en la personal también. Mi Padre celestial fue más que el a su promesa en el Salmo 23, y conté con su ayuda y protección.
Cuando dejé de luchar sola, busqué ayuda, y Dios usó todos los medios posibles para alcanzarme. Entonces, dejé de cuestionar, y Dios se tomó el trabajo de explicarme: Yo había estado tan centralizada en mi dolor que no me di cuenta de que no se trataba de mí, sino del bebé. En sus primeras semanas de gestación, él había sido un estorbo, un bebé no deseado; sin embargo, durante las semanas en que él estuvo en nuestra vida, se trasformó en el ser más amado, conoció a Dios y nos mantuvo conectados con él. El milagro era para Ammiel, y Dios me dio el privilegio de formar parte de este milagro.
Les puedo asegurar que no soy la misma persona. Aprendí que el dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional. Yo podría haberme aferrado a ese dolor y haber sufrido por el resto de mi vida, o entregarle todo al Señor y crecer. Le agradezco a Dios por haber tenido esta experiencia. Practicamos la oración como nunca antes y, de este modo, pudimos ver abrirse el mar. Dios con rmó el ministerio de mi esposo, nos unió como matrimonio y pudimos ver los milagros en el distrito, en la construcción de los templos, en las vidas convertidas, y todo esto para la gloria de Dios.
Anhelo que llegue el día del encuentro glorioso, cuando podré ver a Aquel que me sostuvo en cada momento de angustia y le dio sentido a mi dolor. Espero también, con mucha ansiedad, el momento en el cual, nalmente, podré abrazar a mi pequeño Ammiel, sin tener miedo a perderlo.