Era julio del 2014, y habían llegado las vacaciones tan esperadas. Estábamos visitando la casa donde mi esposo había pasado sus primeros años de vida, en la Rep. del Perú, en Paccha-Cajamarca. Fue una visita perfecta e inspiradora, ya que los padres y los hermanos de mi marido habían tenido el privilegio de donar trescientos metros de terreno para la construcción de una iglesia. ¡La entrega del terreno fue una bendición! Pasamos momentos especiales con nuestros hermanos, cantamos y oramos. Los abrazos y las lágrimas se unieron con la amistad cristiana, en aquella pequeña iglesia. Fue un marco perfecto para finalizar nuestras vacaciones.
En el regreso hacia Cajamarca, donde tomaríamos nuestro vuelo hacia Lima, tendríamos que pasar, dentro de ese trayecto, por una pequeña ciudad, a n de tomar un ómnibus. Estando allí, mientras mi marido veri caba el tema del ómnibus, me quedé con nuestros hijos cuidando de las valijas en una gran avenida, donde los vehículos, grandes y pequeños, pasaban a gran velocidad. Inmediatamente sentí un fuerte golpe en mi oreja derecha, que me ensordeció. Quedé como atontada, desesperada, con un dolor insoportable, y entonces comencé a gritar. No sabía qué era lo que había hecho impacto en mí. Mis hijos, que estaban a mi lado, comenzaron a llorar desesperadamente. Mi esposo, que estaba a sesenta metros de distancia, vino corriendo para calmarme. Recuerdo que había muchas personas a mi alrededor, que intentaban ayudarme. Una de ellas me mostró una gran piedra, de aproximadamente quinientos gramos, que había salido despedida por un automóvil que había pasado a gran velocidad, y me había golpeado, pasando por encima de la cabeza de mi hija.
En ese momento de a icción, y con las valijas en las manos, no sabíamos qué hacer, no conocíamos a nadie en aquel lugar. Pero sin lugar a dudas, estábamos seguros de que la mano protectora de Dios estaba con nosotros y que nos iba a ayudar.
Mi esposo me llevó hasta el hospital de emergencias, donde recibí los primeros auxilios. A continuación, me dirigieron hacia la ciudad de Cajamarca. Fueron tres horas y media de viaje. Aun cuando el dolor que sentía era intenso e insoportable, percibía que Dios estaba conmigo. Al llegar a la clínica de la ciudad de Cajamarca, mi sobrina, que es enfermera, y varios médicos, ya me estaban esperando. Me quedé internada allí durante dos días, con fuertes dolores en la cabeza. Después de encontrarme completamente curada y que me hicieran algunos exámenes, uno de los médicos me dijo: “Si la piedra te hubiera hecho impacto
un milímetro más arriba solamente, habrías fallecido”. Ya pasó más de un año de aquel accidente. Cuando recuerdo cada escena, llego a la conclusión de que Satanás estaba muy enfurecido con nosotros. Sin embargo, con gratitud, también observo que la mano de Dios estuvo conmigo y con mi familia. Su poderosa mano incluso desvió la piedra lo su ciente como para que no me matara. Existen piedras que matan; existen piedras que nos hacen tropezar. Sin embargo, esta piedra que hizo impacto en mi vida, mucho más que haberse convertido en una difícil experiencia, se convirtió en un motivo para consagrar una vez más mi vida a Dios.