La Esperanza Bienaventurada: ¿Sólo Esperar? ¿Demora o Inminencia? ¿Apresuramiento o Espera?

Jorge se siente orgulloso de ser lo que él mismo llama «un adventista de cuna y de cuarta generación», o, como lo diría Pablo: «circuncidado al octavo día, del linaje de Israel… hebreo de hebreos» (Fil. 3: 5). Para el pastor de Jorge, siempre fue un misterio la renuencia de éste a involucrarse en cualquier actividad tendiente a compartir su fe con otros. Ni estudios bíblicos, ni predicaciones filiales, ni visitas misioneras, ni escuela radiopostal. Nada había logrado contagiar a Jorge la fiebre de aquel que exclamó: «Ay de mí si no anunciare el evangelio» (1 Cor. 9: 16). Pero la persistencia del pastor hizo que un día Jorge abriera por fin su corazón: «Mis bisabuelos, mis abuelos y mis padres creyeron que Cristo volvería en sus días, pero murieron sin ver el cumplimiento de la promesa. ¿Cómo sé que no me ocurrirá lo mismo? Yo no quiero ser demasiado entusiasta y morir chasqueado. Después de todo, la Biblia misma dice que sólo Dios sabe cuándo regresará Cristo. Es una decisión divina. Nosotros debemos esperar y estar siempre preparados». 

Cristina conoció el evangelio hace unos meses y acaba de ser bautizada en la misma iglesia de Jorge. Está maravillada con la Biblia en general y con las profecías en particular. Quiere que todo el mundo se entere de las buenas noticias del evangelio para que Cristo vuelva pronto, pero le asombra y le molesta la tibieza espiritual de sus hermanos mayores en la fe. Cansada por fin de excusas, negativas y evasivas, decide tomar el toro por las astas y hace imprimir por su cuenta una gran cantidad de volantes que dicen claramente quién es la bestia, la ramera, el falso profeta, el anticristo, etc. y los reparte copiosamente por la ciudad, especialmente en las iglesias católicas. Cuando el pastor se entera de ello y dialoga con Cristina, ella le dice que: «Después de todo, la Biblia misma dice que Cristo volverá cuando el evangelio sea predicado en todo el mundo para testimonio a todas las naciones, y que el pueblo de Dios será perseguido por ello».

El día y la hora

«Pero de aquel día y de la hora nadie sabe, ni aun los ángeles que están en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre» (Marcos 13: 32; véase también Mateo 24: 36; Lucas 17: 26-30; 21: 25-33).

¿Qué quiso decir Jesús cuando utilizó esta expresión en respuesta al interrogante de sus discípulos? ¿Existen literalmente un día y una hora inamoviblemente fijados en el cielo para el regreso de Cristo?

De ser así, ello no sólo significaría un aparente desacuerdo con numerosas citas del espíritu de profecía[1] –la luz menor–, sino también con otras declaraciones de las Escrituras (2 Pedro 3: 12)[2] y aun con los dichos del mismísimo Jesús (Mateo 24: 14).

La interpretación literal de la expresión que nos ocupa ha sumido a muchos cristianos, a lo largo de los siglos, en una suerte de espera contemplativa, en una espiritualidad pasiva, en una actitud del tipo «mi señor tarda en venir» (Mateo 24: 48).

El razonamiento de los tales podría parafrasearse en estos términos: «Si sólo Dios sabe cuándo vendrá, y si la fecha de su regreso ya está fijada de manera inamovible, que venga cuando él lo disponga. Después de todo, ¿qué podría hacer yo para modificar la agenda divina?»

Por otra parte, la misma interpretación literalista de Marcos 13: 32 ha empujado a otros desde antaño a tejer toda clase de conjeturas escatológicas y a caer presa de la credulidad y del sensacionalismo profético[3].

En tal sentido podría citarse el ejemplo extremo de cierto cristiano que razonaba de la siguiente manera: «La Biblia dice que no podemos saber el día y la hora del regreso de Cristo, ¡pero no dice nada acerca del mes y el año!»

Peligro número 1: Mirar sin ver

Consciente de este doble peligro, ya Jesús nos advirtió en Mateo 24: 32, 33, 37-44 acerca de la apatía espiritual, es decir, el riesgo de permitir que nuestra percepción espiritual se embote y atrofie hasta el punto de no discernir la inminencia potencial del regreso de Cristo: «De la higuera aprended la parábola: Cuando ya su rama está tierna, y brotan las hojas, sabéis que el verano está cerca. Así también vosotros, cuando veías todas estas cosas, conoced que está cerca, a las puertas… Como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del Hombre. Porque como en los días antes del diluvio estaban comiendo y bebiendo, casándose y dando en casamiento, hasta el día en que Noé entró en el arca, y no entendieron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos, así será también la venida del Hijo del Hombre… Por tanto, también vosotros estad preparados; porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora que no pensáis».

Peligro número 2: ver espejismos

El otro peligro contra el que nos previene Cristo es el de permitir que la dilatada espera de su regreso nos suma en un estado de ansiedad malsana, lo cual podría hacernos vulnerables a la credulidad y al sensacionalismo profético de quienes –aun con las mejores intenciones– pretenden despertar al remanente de su estupor a fuerza de estímulos espirituales como una lectura extremadamente apocalíptica de la realidad, lectura que finalmente resulta distorsionante, obsesiva y, lo que es peor aún, carente de fundamento bíblico.

Los «reavivamientos» que esta clase de conducta generan en las filas del remanente poseen características distintivas: sobresalto, excitación sostenida durante algún tiempo, temor, decepción, retorno al nivel previo de estupor espiritual o a un grado de tibieza aún inferior.[4]

De allí que en Mateo 24: 23-28 Jesús nos advierta: «Entonces, si alguno os dijere: Mirad, aquí está el Cristo, o mirad, allí está, no lo creáis. Porque se levantarán falsos Cristos, y falsos profetas, y harán grandes señales y prodigios, de tal manera que engañarán, si fuere posible, aun a los escogidos. Ya os lo he dicho antes. Así que, si os dijeren: Mirad, está en el desierto, no salgáis; o mirad, está en los aposentos, no lo creáis. Porque como el relámpago que sale del oriente y se muestra hasta el occidente, así será también la venida del Hijo del Hombre».

El espíritu de profecía acerca del día y la hora[5]

Transcribimos a continuación una serie de declaraciones de Elena de White cronológicamente consecutivas y referentes al segundo advenimiento de Cristo a la tierra.

1851

                  «Vi que casi ha terminado el tiempo que Jesús debe pasar en el lugar santísimo, y que el tiempo sólo puede durar un poquito más» (Primeros escritos, pág. 58).

1868

                  «La larga noche de tinieblas es penosa, pero la mañana es postergada por misericordia, porque si el Señor viniera, muchos serían hallados desapercibidos. El deseo de Dios de que su pueblo no perezca ha sido la razón de tan larga demora» (Testimonies to the Church, tomo 2, pág. 194).

1877

                  «Mediante la proclamación del Evangelio al mundo, está a nuestro alcance apresurar la venida de nuestro Señor. No sólo hemos de esperar la venida del día de Dios, sino apresurarla (se cita 2 Pedro 3: 12). Si la iglesia de Cristo hubiese hecho su obra como el Señor le ordenaba todo el mundo habría sido ya amonestado, y el Señor Jesús habría venido a nuestra tierra con poder y grande gloria» (The spirit of prophecy, tomos 2 y 3; este material fue publicado luego como un solo libro con el título de El Deseado de todas las gentes. La presente cita se encuentra en las págs. 587 y 588 de este último).

1883

                  «Si después del gran chasco de 1844 los adventistas se hubiesen mantenido firmes en su fe, y unidos en la providencia de Dios que abría el camino hubieran proseguido recibiendo el mensaje del tercer ángel y proclamándolo al mundo con el poder del Espíritu Santo, habrían visto la salvación de Dios y el Señor hubiera obrado poderosamente acompañando sus esfuerzos, se habría completado la obra y Cristo habría venido… para recibir a su pueblo y darle su recompensa. Pero muchos de los creyentes adventistas claudicaron en su fe… Se introdujeron disensiones y divisiones… Así se estorbó la obra y el mundo fue dejado en tinieblas. Si todo el núcleo de adventistas se hubiera unido en los mandamientos de Dios y la fe de Jesús, ¡cuán inmensamente diferente habría sido nuestra historia! No era la voluntad de Dios que se demorara así la venida de Cristo. Dios no tuvo el propósito de que su pueblo, Israel, vagara cuarenta años por el desierto… Sus corazones estuvieron llenos de murmuración, rebelión y odio, y Dios no pudo cumplir su pacto con ellos. Durante cuarenta años, la incredulidad, la murmuración y la rebelión impidieron la entrada del antiguo Israel en la tierra de Canaán. Los mismos pecados han demorado la entrada del moderno Israel en la Canaán celestial» (Mensajes selectos, tomo 1, págs. 77, 78).

1900

                  «Si el propósito de Dios de dar al mundo el mensaje de misericordia hubiese sido llevado a cabo por su pueblo, Cristo habría venido ya a la tierra, y los santos habrían recibido su bienvenida en la ciudad de Dios» (Joyas de los testimonios, tomo 3, pág. 72).

1901

                  «Tal vez tengamos que permanecer aquí en este mundo muchos años más debido a la insubordinación, como sucedió a los hijos de Israel» (carta 184).

1903

                  «Sé que si el pueblo de Dios se hubiera mantenido en una relación viviente con él, si hubiera obedecido su Palabra, estaría hoy en la Canaán celestial» (El evangelismo, pág. 503).

1904

                  «Es privilegio de todo cristiano no solamente esperar, sino apresurar la venida de nuestro Señor Jesucristo» (Testimonies to the church, tomo 8, pág. 22).

1909

                  «Si todo centinela de los muros de Sión hubiera dado a la trompeta un sonido certero, el mundo habría oído este mensaje de amonestación. Pero la obra está atrasada en años. Mientras los hombres dormíamos, Satanás nos ha sacado ventaja» (Testimonies to the church, tomo 9, pág. 29).

Lo que estas citas indican es que si en verdad existió alguna vez en el plan de Dios un día y una hora literales fijados para su venida, ese día y esa hora ya son parte del pasado.

Cuando mis hijos eran más pequeños solían preguntarme insistentemente cuánto faltaba para que llegara la Navidad, sus respectivos cumpleaños o alguna otra fecha que implicara alegría, un menú especial y sobre todo… regalos.

Pero por mucho que preguntaran no lograrían «apresurar» el 25 de diciembre ni un solo día.

Es interesante que ni 2 Pedro 3: 19, ni Mateo 24: 14 ni las citas del espíritu de profecía que leímos en su momento se refieren al regreso de Cristo como si se tratara del 25 de diciembre. Por el contrario, dicen categóricamente que, a diferencia de la Navidad, el regreso de Cristo puede –y aun debe— ser apresurado por medio de la predicación del evangelio con el Poder de lo alto.

La perspectiva de Jesús, la de Elena de White y la nuestra

Jesús se refiere al momento de su regreso desde una perspectiva temporal diferente de la nuestra.

El vivió en el siglo I de nuestra era. Estaba, por así decirlo, de pie en la línea de la historia en un punto anterior al tiempo del fin. Es decir, antes de 1798 (fecha que marcó la culminación de los 1260 días-años proféticos de Daniel 7: 25; Apoc. 11: 2, 3; 12: 6, 14; 13: 5); antes de 1844 (fecha que marcó el fin de los 2300 días-años proféticos de Daniel 8: 14 y el inicio del juicio investigador).

El veía su propio regreso como algo necesariamente futuro en virtud de los acontecimientos profetizados que aún no se habían cumplido, el más cercano de los cuales –la caída de Jerusalén– acontecería recién en el año 70, cuatro décadas más adelante (en Mateo 24: 3-33 se refirió a señales que debían ocurrir antes del fin).

Pero el hecho de que Jesús, desde donde estaba mirando y viviendo la historia, hablara de un momento futuro no implica que debamos tomar sus palabras y seguir proyectándolas indefinidamente hacia el futuro.

A juzgar por las explícitas declaraciones del espíritu de profecía, el «día y la hora» que estaban en el futuro de Jesús ya son parte de nuestro pasado, y lo son desde hace más de un siglo.

El apóstol Pablo también reconoció la existencia de una distancia temporal y profética entre su propia época y el regreso de su Señor (véase 2 Tesalonicenses 2: 3-10; 2 Timoteo 3: 1-5).

Pero esa distancia temporal no existe para nosotros pues todas las profecías cronológicas referidas al tiempo del fin ya se han cumplido. De allí que el espíritu de profecía se refiera al momento ideal u originalmente elegido por Dios para el regreso de Cristo como pretérito o pasado.

Esto hace que cambie radicalmente nuestra perspectiva acerca de la «espera». Ya no somos nosotros quienes esperamos que Cristo vuelva pronto (véase en este sentido el coro del himno Nº 180, que pregunta al Señor: «¿Cuánto aún faltará?). Ahora comprendemos que es Dios quien «espea» que dejemos de dilatar su regreso con nuestra pasividad. Tiene ahora también otro sentido la letra del himno Nº 166: «Hijo del reino, ¿por qué estás durmiendo?».

El día y la hora a la luz de la presciencia divina

¿Cómo armoniza lo dicho hasta aquí con algunos pasajes de las Escrituras que parecen insistir en que existe una fecha inamovible para el regreso de Cristo (véase, por ejemplo, Hechos 17: 31; el Comentario Bíblico Adventista explica que la expresión «un día» no ha de interpretarse literalmente, sino como sinónimo de un momento futuro indeterminado)?

El conocimiento previo que Dios tiene de todas las cosas no es determinante o causativo, sino consecutivo (de «consecuencia»). Como alguien dijo en cierta ocasión: «Las cosas no ocurren porque Dios haya anunciado que ocurrirían. Dios anunció que ocurrirían porque lo sabía de antemano». En otras palabras, el hecho de que Dios conozca el desenlace de los hechos no suprime ni afecta en lo más mínimo la libertad de elección de los sujetos implicados. El conocimiento previo que tiene Dios del futuro no es condicionante, no hace de por sí que las cosas ocurran de una manera determinada.

En vista de ello, podría admitirse la idea de que existiera en la mente de Dios un día, una hora, un mes y un año definidos para el regreso de Cristo siempre que entendiéramos que esa presunta fecha no es más que el resultado del conocimiento previo que Dios tiene del momento definido en que sus hijos se dispondrán por fin a recibir el Poder habilitador proveniente de lo alto para terminar de predicar el evangelio al mundo entero.

Pero no como un dato fijado unilateralmente por Dios en virtud de su sola soberanía y con absoluta prescindencia de la cooperación humana en la difusión del evangelio.

El elemento de condicionalidad profética

Las profecías bíblicas referidas a juicios y bendiciones incluyen a menudo un elemento de condicionalidad (véase Ezequiel 18: 21-27; Apocalipsis 2: 5; 3: 16, 19-22; etc.). Esto significa que algunas de ellas no se cumplieron o sólo se cumplieron parcialmente porque los seres humanos o las naciones destinatarias de los oráculos divinos no llenaron las condiciones necesarias e implícitas en esos anuncios proféticos.

Por ejemplo, Dios anunció que Nínive sería destruida (Jonás 1: 1, 2; 3: 1-4). No obstante, el arrepentimiento genuino de sus habitantes hizo que los juicios divinos no se desencadenaran entonces, que quedaran suspendidos temporariamente.

En el caso de Isaías 65: 17-25, la condición espiritual del Israel literal lo inhabilitó para recibir las bendiciones temporales anunciadas por Dios. Podría hablarse en este y en otros casos de un plan divino A y uno posterior B que entró en acción en reemplazo del primero y como resultado de la respuesta humana al plan divino original.

Hay en la profecía de Jesús respecto de su regreso un elemento incondicional: ciertamente él volverá.

Pero existe simultáneamente un elemento de condicionalidad en lo que respecta al tiempo de su regreso, la clave del cual descansa en la respuesta de su pueblo, de su iglesia, de sus hijos al pacto de cooperación divino – humana indispensable para hacer realidad su regreso (Mateo 24: 14; 9: 35-38; Romanos 10: 13, 14; 2 Pedro 3: 9, 12).

La ausencia temporaria de cooperación humana no condiciona el cumplimiento mismo de la promesa sino el momento de su cumplimiento. En su presciencia, Dios ha visto que finalmente habrá, por así decirlo, un remanente dentro del remanente, que hará posible el regreso de Cristo a la tierra. Esa certeza divina hace que el regreso de Cristo a la tierra sea un hecho incondicional.

Según una conocida ilustración imaginaria, cuando Jesús ascendió al cielo un ángel le preguntó cómo haría el mundo para enterarse de las buenas nuevas del evangelio ahora que Jesús no estaba entre los hombres. La respuesta de Jesús fue: «Encomendé esa misión a doce hombres». El ángel preguntó qué otro plan tenía Jesús en caso de que esos hombres fallaran en el cumplimiento de la misión. La respuesta fue: «No tengo otro plan».

Cuatro ángeles que retienen los cuatro vientos

«Vi a cuatro ángeles en pie sobre los cuatro ángulos de la tierra, que detenían los cuatro vientos de la tierra, para que no soplase viento alguno sobre la tierra, ni sobre el mar, ni sobre ningún árbol» (Apocalipsis 7: 1; compárese con Isaías 11: 2; Ezequiel 7: 2; Daniel 7: 2; 8: 8; Marcos 13: 27).

De acuerdo con este texto, justo antes del fin se produciría una contención sobrenatural, divina, temporaria, sobre las fuerzas del mal que pugnan por llevar al mundo entero a la ruina eterna.

Hace apenas unos años asistimos con estupor al impensado espectáculo del desmoronamiento del muro de Berlín, al colapso del comunismo soviético y a la apertura de los países comunistas a la predicación del evangelio.

Se produjo entonces, por así decirlo, una súbita aceleración de la historia, algo que escapaba a los cálculos humanos más fantasiosos. El espíritu de profecía asegura que los eventos finales se desencadenarán de la misma manera («los movimientos finales serán rápidos»).

Uno de los riesgos que corremos al insistir en la idea de «un día y una hora» literales, inamovibles y futuros para el regreso de Cristo –independientemente de la actitud del remanente– es que nuestra atención quede cautiva de las noticias de actualidad, como si el desenlace de la historia del mundo dependiera básicamente de lo que ocurra en el ámbito de la política y la economía internacionales.

Esta actitud ha llevado a muchos cristianos, incluso dentro de las filas adventistas, a interpretar las profecías a la luz del periódico o del noticiero, en lugar de leer la actualidad a la luz de la profecía. La «actualidad» deja de ser así el sujeto a ser descifrado, para convertirse en objeto y clave de toda interpretación respecto del fin de la historia.[6]

Pero de acuerdo con las Escrituras, La clave para el desencadenamiento del fin de la historia no se encuentra fuera de la iglesia sino dentro de ella (Mateo 24: 14; 2 Pedro 3: 12; «Revivan la fe y el poder de la iglesia primitiva, y el espíritu de persecución revivirá también y el fuego de la persecución volverá a encenderse» (El conflicto de los siglos, pág. 52). «Todos los que quieren llevar una vida piadosa en unión con Cristo Jesús sufrirán persecución» (2 Timoteo 3: 12, versión Dios habla hoy).

No necesitamos especular acerca de cuál será el último papa o el último presidente norteamericano. Aun los actuales pueden serlo si como pueblo decidimos aceptar la lluvia tardía del Espíritu Santo y convertirnos en la última generación, la que dé la bienvenida a Jesús en lugar de simplemente esperarlo.

El método divino para la terminación de la obra

Cuando los fariseos preguntaron a Jesús «cuándo había de llegar el reino de Dios» (Lucas 17: 20), Jesús les contestó: «El reino de Dios ya está entre ustedes» (vers. 21).

Todo reino tiene un rey y súbditos. Allí donde hay un soberano y un grupo de personas que reconocen su señorío hay un reino. De allí la respuesta de Jesús. El reino de Dios ya estaba presente de manera inaugural, como una primicia, entre los hombres en la Palestina del siglo I dC desde el momento mismo del nacimiento de su Rey (véase S. Lucas 2: 11, nótese la expresión «el Señor», de reconocida connotación mesiánica y divina; S. Mateo 2: 1, 2, 11; S. Marcos 11: 1-10; etc.).

Jesús sanó enfermos, pero existían en el mundo de entonces más enfermos que los sanados por él; resucitó muertos, pero no vació los cementerios; dio de comer a los hambrientos, pero no erradicó el hambre. Sus milagros eran las primicias inaugurales del reino, una «muestra en miniatura» por así decirlo, de lo que ocurrirá en ocasión de la consumación final, apocalíptica, de aquel reino (véase Apocalipsis 21: 1-5), cuando el Rey «aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan» (Hebreos 9: 28).

El reino de Dios ya estaba presente en los días de Jesús, pero entonces sólo podía ser percibido espiritualmente (1 Corintios 2: 14). Jesús dispuso que su cuerpo, la iglesia, fuera el escenario privilegiado de su poder y de su gracia para dar a conocer de esa manera su carácter y su misión al mundo mediante el testimonio de una unidad, un amor y una alegría perfectos, de origen sobrenatural (Juan 17).

La presencia ostensible de Jesús –en la persona del Espíritu Santo– en los miembros del cuerpo (la iglesia) y en el cuerpo como un todo (Gálatas 5: 22, 23) es el método evangelizador divino por excelencia, la base de todo otro método genuino y eficaz: «Yo en ellos y tú en mí para que sean perfectos en unidad… para que el mundo crea» (Juan 17: 21, 23).

Cuando vemos las multitudes que pueblan las grandes ciudades y que no conocen a su Salvador, tiende a invadirnos un sentimiento de impotencia, de frustración. La población mundial se multiplica a un ritmo vertiginoso mientras el crecimiento del remanente es proporcionalmente insignificante.

La solución no es multiplicar métodos y eslóganes, no es confiar en estructuras o celebridades, sino atender la orden dada por Jesús a sus discípulos cuando éstos se encontraban exactamente en la misma situación de perplejidad que nosotros en vista de la comisión evangélica: «No os toca a vosotros saber los tiempos o las sazones, que el Padre puso en su sola potestad; pero recibiréis poder cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos… hasta lo último de la tierra» (Hechos 1: 7, 8).

No se necesita recibir lo que se tiene. Si la obra aún no ha sido terminada no es por falta de buenos métodos o porque aún no es el tiempo. Lo que nos ha faltado es el Poder que proviene de lo alto, que está todo el tiempo a nuestra disposición, que sólo necesitamos pedir para recibir, ya que, como afirma el espíritu de profecía, «toda orden de Dios es una habilitación».

El milagro que necesitamos como pueblo tiene, como todo milagro, un 1% humano y un 99% divino (véase Josué 3: 13, 15-17; Marcos 6: 38-44; etc.). Pero, como en todos los milagros registrados en las Escrituras, Dios espera ver el 1% humano para sumarle inmediatamente su 99%. En algunos casos ese 1% fueron cinco panes y dos peces para alimentar a una multitud. En otros casos consistió en que los sacerdotes se pusieran a la cabeza del pueblo y se mojaran los pies para que el Jordán se abriera en seco.

Josué 3: 5 contiene el método divino infalible para terminar de proclamar el evangelio a un mundo que perece: «Santificaos (hoy), porque Jehová hará mañana maravillas entre vosotros».

«La gran obra de evangelización no terminará con menor manifestación del poder divino que la que señaló el principio de ella… Vendrán siervos de Dios con semblantes iluminados y resplandecientes de santa consagración, y se apresurarán de lugar en lugar para proclamar el mensaje celestial. Miles de voces predicarán el mensaje por toda la tierra. Se realizarán milagros, los enfermos sanarán y signos y prodigios seguirán a los creyentes… Es así como los habitantes de la tierra tendrán que decidirse en pro o en contra de la verdad. El mensaje no será llevado adelante tanto con argumentos como por medio de la convicción profunda inspirada por el Espíritu de Dios» (El conflicto de los siglos, págs. 669, 670; el énfasis de la cursiva no está en el original).

«Los seguidores de Cristo son enviados al mundo con el mensaje de paz. Quienquiera que revele el amor de Cristo por la influencia inconsciente y silenciosa de una vida santa; quienquiera que incite a los demás, por palabra o por hechos, a renunciar al pecado y entregarse a Dios, es un pacificador… La fragancia de la vida y la belleza del carácter revelan al mundo que son hijos de Dios. Sus semejantes reconocen que han estado con Jesús… ‘El remanente de Jacob será en medio de muchos pueblos como el rocío de Jehová, como las lluvias sobre la hierba'» (El discurso maestro de Jesucristo, p. 28; la cursiva no aparece en el original).

Divino y humano al mismo tiempo

En su sabiduría, amor y generosidad infinitos, Dios ha dispuesto hasta aquí no hacer nada sin la cooperación humana, al menos en el contexto de la redención de sus criaturas.

¿Podría Dios haber prescindido de profetas y apóstoles al entregar su revelación escrita, la Biblia? Ciertamente. De hecho, la síntesis más apretada de su carácter y de su voluntad, los Diez Mandamientos, fue escrita por él mismo en tablas de piedra, sin mediación humana alguna.

No obstante, decidió correr el riesgo de que su mensaje resultara en cierto sentido y en alguna medida empobrecido al comunicarlo mediante seres humanos, en idiomas humanos, mediante expresiones humanas con tal de hacer al hombre partícipe de transmitir a sus semejantes la voluntad de Dios.

¿Hay en la Biblia evidencias del elemento humano presente en el proceso de inspiración y revelación? Por cierto que sí. En los salmos imprecatorios encontramos en tal sentido expresiones ciertamente inquietantes: «Babilonia… dichoso el que tomare y estrellare tus niños contra la peña» (Sal. 137: 8, 9; la cursiva es mía).

¿Quién dijo eso: Dios o el salmista? ¿El mismo Dios que más tarde dijo: «Dejad a los niños venir a mí y no se impidáis porque de ellos es el reino de los cielos»?

La Biblia contiene incontables evidencias de su origen divino, sobrenatural (véase Isa. 46: 9, 10; Juan 13: 19: etc.); también contiene rastros de la humanidad de sus escritores. Esto no invalida su inspiración (2 Timoteo 3: 16).

Lo mismo ocurre con la Palabra hecha carne (Gál. 4: 4). Hubo en Cristo evidencias de su naturaleza humana (sed, hambre, cansancio, desánimo, temor a la muerte, etc.); pero también las hubo de su naturaleza divina.

Lo dicho acerca de la inspiración y revelación de la Biblia, y de la obra redentora realizada por medio de la persona divino-humana de Jesús es válido respecto de la proclamación del evangelio. También esto es una tarea que Dios ha dispuesto realizar de manera coparticipativa con sus criaturas. En este sentido, el tiempo del regreso de Cristo a la tierra se encuentra divinamente condicionado a la respuesta de los seguidores de Cristo.

Motivaciones correctas versus incentivos espurios

¿Es posible hacer cosas malas con una buena motivación? Nadie estaba tan convencido de que hacía un gran servicio a Dios y a la iglesia persiguiendo a los cristianos como Saulo (véase Hechos 9: 1, 2; 1 Cor. 15: 9; Gál. 1: 13).

El estaba haciendo cosas malas con una buena motivación, pero para Dios el fin no justifica los medios. Para él no hay mentiras «blancas» o «piadosas».

¿Es posible hacer cosas buenas con una mala motivación?

Desgraciadamente sí.

Es posible obedecer las leyes por miedo al castigo y no por amor a la justicia (Rom. 13: 4-6).

Es posible devolver el diezmo por interés en las bendiciones resultantes (véase Marcos 10: 17) o por miedo a las presuntas maldiciones resultantes (véase 2 Cor. 9: 7).

Es posible participar de la recolección anual con celo intenso sólo para que nuestro nombre sea mencionado desde el púlpito como el del «campeón de este año», «para ser alabado por los hombres» (Mateo 6: 2).

Es posible pedir como junta de nombramientos que Dios dirija todas las decisiones, y luego –o antes– ponernos de acuerdo entre varios para que resulte electo tal o cual hermano «por el bien de la iglesia». Aun los pastores podríamos, como directores o consejeros de esa junta, hacer votaciones tentativas y luego presionar psicológicamente a los que tienen voz y voto para que se inclinen por un candidato y no por otro (véase Oseas 8: 4).

Es posible inclusive hacer obra misionera y esforzarse en llevar personas a los pies de Jesús para ganar una proyectora de diapositivas, un viaje a algún encuentro de ganadores de almas, para que nuestra foto aparezca en la Revista Adventista, etc.

Hasta es posible predicar el evangelio «por envidia y contienda… por contención, no sinceramente, pensando añadir aflicción… por vanagloria» (Fil. 1: 15, 16; 2: 3).

La pregunta que debemos hacernos, pues, no es «¿Qué estoy haciendo para que vuelva Jesús?»–si es que estoy haciendo algo–, sino: «¿Por qué estoy haciendo lo que hago?»

En la raíz misma de todo lo que hacemos o dejamos de hacer existe una de tres motivaciones: interés, miedo o amor. Dos de ellas son espurias, de origen diabólico. Una sola es de origen divino (1 Juan 4: 8; véase El Deseado de todas las gentes, p. 11). Sólo el amor es aceptable a los ojos de Dios (véase 1 Corintios 13).

Al César le da lo mismo que usted y yo cumplamos las disposiciones de la ley de tránsito sea cual fuere nuestra motivación. Pero a Dios no. A él le interesa tanto la conducta externa como las fuentes ocultas de la conducta, los motivos (véase Mat. 5: 22, 27, 28).

Dios lee el corazón (1 Sam. 16: 7). La única motivación de origen divino y que Dios aprueba detrás de lo que hacemos o evitamos, decimos o callamos, se llama amor, no de origen humano (simpatía, compatibilidad, amistad, etc.), sino AMOR con mayúscula, de origen Divino, sobrenatural, un don: el primero de los frutos del Espíritu Santo (Gál. 5: 22). Y si el orden en que aparecen tiene algo que ver con el grado de importancia que existe entre ellos, es el fruto más importante (véase 1 Cor. 13: 8-10, 13).

Durante siglos, los predicadores de la iglesia medieval se las ingeniaron para tener concurridas sus iglesias a costa de mantener vivos delante de sus oyentes los fuegos eternos de la condenación infernal, las sádicas torturas del purgatorio y las maldiciones de todo tipo que Dios presuntamente haría caer sobre los infieles e inconstantes.

A veces hemos cedido a la tentación de predicar acerca del Apocalipsis dando preeminencia al humo y al azufre, a las plagas y al lago de fuego.

Esta estrategia, además de inaceptable para Dios, sólo ha logrado uno de dos resultados: llenar las iglesias de gente que teme el regreso de Cristo, o espantar a quienes ya tienen bastante con sus propios temores seculares y no quieren más de lo mismo.

El miedo lleva implícito su propio umbral de saturación, más allá del cual la gente se vuelve inmune al temor. Tal el caso de algunos fumadores («De algo hay que morir») y de muchos promiscuos empedernidos que, contra toda advertencia o propaganda atemorizante acerca del SIDA, se entregan al vicio desatendiendo aun las normas preventivas más elementales. La muerte ya no les asusta.

Cierto grado de temor motiva (aprobar exámenes, obtener buenas notas, «el hombre es bueno pero si se lo vigila es mejor»), pero cuando el temor se convierte en pánico, inmoviliza, postra, a quien lo padece.

La famosa poesía de Sor Juana Inés de la Cruz ilustra magistralmente la única motivación que dará eficacia y sentido a la proclamación del evangelio:

                  «No me mueve, mi Dios, para quererte

                  el cielo que me tienes prometido,

                  ni el infierno tan temido

                  para dejar por eso de ofenderte.

                  Tú me mueves, Señor.

                  Muéveme verte clavado en esa cruz y escarnecido.

                  Muéveme ver tu cuerpo tan herido.

                  Muévenme las angustias de tu muerte.

                  Muéveme, en fin, TU AMOR, de tal manera

                  que aunque no hubiera cielo yo te amara

                  Y aunque no hubiera infierno te temiera.

                  No me tienes que dar porque te quiera.

                  Porque si cuanto espero no esperara,

                  lo mismo que te quiero te quisiera».

No se trata de predicar para ganar el cielo o para tener «estrellas en nuestra corona» (el interés egoísta como motivación), ni en hacerlo «para que la sangre de las personas no sea puesta en nuestra cuenta» (la motivación del miedo).

Dios espera que compartamos con los demás las buenas noticias del Evangelio por amor a los que perecen en el error y el pecado, por el gozo supremo que ello produce en nosotros, porque no soportamos estar separados de Jesús ni un día más.

San Pablo compara este mundo que se desgarra bajo el peso del pecado y de sus consecuencias con una parturienta que se debate por dar a luz (véase Rom. 8: 23). Me pregunto qué diría él si fuera testigo de la condición actual del mundo, casi veinte siglos después de aquellas palabras suyas.

Cuando el Hijo de Dios «recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando… y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo… al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor» (Mat. 9: 35-38).

Resulta muy significativo que en tal circunstancia no dijera a sus discípulos algo así como: «No queda otro remedio que esperar hasta que llegue el día y la hora». Por el contrario, les dijo: «A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies». En ese incidente se destacan por lo menos dos cosas. Primero, el tema de la compasión para con los sufrientes como motivación de la proclamación teórico-práctica del evangelio. Segundo, como en Mateo 24: 14 y 2 Pedro 3: 19, nuevamente la pelota es devuelta por Dios al lado humano de la cancha. La demora en la cosecha no radica en que la mies no esté en sazón, sino en la falta de obreros. La clave para la supresión definitiva del pecado y sus consecuencias reside en la cooperación divino-humana. Falta que el elemento humano se decida por fin a hacer su parte.

El pensador cristiano Carlos Bazarra dice en una de sus obras; «Nunca he visto morir a un niño. Tiene que ser terrible. Dicen que cada día mueren de hambre diez mil niños. Diez mil esperanzas frustradas, llanto y dolor de muchas madres inconsolables.

«Los datos estadísticos resultan demasiado fríos y no sirven para descubrir el drama de un solo corazón materno. Cien mil muchachitos al año quedan ciegos por falta de vitamina A. Con las manos extendidas, para no tropezar, seguirán su oscuro camino mientras nosotros nos recreamos ante la televisión de color con los anuncios de no sé cuántos productos vitaminizados que unos bebés rollizos y sonrientes saborean felices.

«Mueren al año, también por hambre, cuarenta millones de personas. Lo dicen las encuestas, los libros científicos. Pero nosotros no los vemos».[7]

Y a ello podrían sumarse las legiones de desahuciados oncológicos que pueblan los hospitales aferrándose desesperadamente de cada girón de vida hasta rendirse y dejar su lugar a otros en condiciones semejantes. Las tragedias de quienes venden una córnea o un riñón para sobrevivir, la prostitución infantil, quienes resultan degradados hasta lo inimaginable en el submundo carcelario; etc.

¿Cuánto te duele y me duele todo eso? ¿Lo suficiente como para compadecernos, como para comprometernos en la tarea concreta de expandir y promover las primicias inaugurales del reino? ¿Lo suficiente como para anunciar –fundamentalmente por medio del testimonio de una vida santificada– la potencial consumación de ese reino, diferida innecesariamente y al mismo tiempo inminente?

Recuerdo el diálogo que sostuve en cierta ocasión con una hermana de iglesia que estaba atravesando uno de esos «valles de sombra de muerte» que a veces nos toca transitar.

«¿Por qué no viene Jesús de una vez y termina con tanto sufrimiento como el que hay en el mundo?», fue su pregunta.

Yo, más preocupado por salvar el honor de Dios que por consolarla, creí estar pronunciando una genialidad cuando le dije: «Tal vez porque usted aún no está en condiciones y él no quiere que pierda la vida eterna».

Su sorprendente réplica fue para mí una súbita revelación de cuán mezquino e individualista había sido mi argumento: «Aunque yo perezca, que vuelva por los que han de salvarse y para poner fin de una vez y para siempre al pecado y sus consecuencias», dijo ella.

«El gran conflicto ha terminado. Ya no hay más pecado ni pecadores, Todo el universo está purificado. La misma pulsación de armonía y de gozo late en toda la creación. De Aquel que todo lo creó manan vida, luz y contentamiento por toda la extensión del espacio infinito. Desde el átomo más imperceptible hasta el mundo más vasto, todas las cosas animadas e inanimadas, declaran en su belleza sin mácula y en júbilo perfecto, que Dios es amor» (El conflicto de los siglos, p. 737).

«Vi un cielo nuevo y una tierra nueva… Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor» (Apoc. 21: 1, 4).

¿Cuándo serán estas cosas? ¿Cuánto aún faltará? La respuesta depende de ti y de mí.

[1]Véase la sección El espíritu de profecía acerca del día y la hora

[2]A diferencia de la versión Reina-Valera, que traduce el versículo 12: «esperando y apresurándoos para la venida del día de Dios», otras excelentes versiones traducen «esperando y acelerando la venida del Día de Dios» (Biblia de Jerusalén); «Esperen la llegada del día de Dios y hagan lo posible por apresurarla» (versión Dios habla hoy), lo cual armoniza con el carácter transitivo del verbo griego presente en el original.

[3]Véanse al respecto los dos trabajos de investigación del teólogo adventista australiano Louis F. Were, titulados El propósito moral de la profecía y Los reyes que vienen de oriente (Villa Libertador San Martín. Ediciones C.A.P., sin fecha), escritos a fines de la década del cuarenta.

[4]Casi regularmente llegan hasta nosotros las noticias de creyentes adventistas que, en diferentes partes del mundo, inclusive en Sudamérica, se aislan de la sociedad y se recluyen en lugares deshabitados a la espera del regreso inminente de Cristo como resultado de sus cálculos proféticos especulativos. Uno de los casos más recientes ocurrió en 1994.

[5]Las citas que transcribo a continuación han sido tomadas de la compilación realizada por el profesor Roberto Pereyra y editada en noviembre de 1981 en el Colegio Adventista del Plata (hoy Universidad Adventista del Plata) con el título «La señal no cumplida».

[6]Cada conflicto político-militar desatado particularmente en el Medio Oriente –pero también en cualquier otra parte– ha incitado, y lo sigue haciendo, la imaginación de muchos que insisten en literalizar profecías eminentemente espirituales (caso del Armagedón de Apocalipsis 16: 12, 16) o en reaplicar profecías aún no cumplidas o cumplidas en el pasado a naciones modernas (caso de la guerra entre Irán e Irak, y del conflicto del Golfo Pérsico).

[7] Bazarra, Carlos. ¿Qué es la teología…? Buenos Aires, Ediciones Paulinas, 1985, p. 67.