Lecciones de la experiencia de un hombre apasionado por la misión.
Todo pastor ministra en el contexto de un problema. Incluso el apóstol Pablo, que dejaba boquiabiertos a los eruditos de su tiempo y cuya poderosa proclamación era impresionante, tenía un problema. Solo una vez lo escuchamos hablar de este asunto, como si no fuera importante. Pero, esa única mención es muy semejante a nuestra práctica actual de minimizar nuestras luchas. Muchos predicadores viven fuera de la realidad de sus propios problemas, porque son especialistas en ayudar a otras personas a resolver los problemas de ellas.
Escribiendo a los cristianos corintios, Pablo reveló su doloroso problema: “Me fue dado un aguijón en mi carne” (1 Cor. 12:7). Se ha interpretado que ese “aguijón” era de naturaleza física, y que le causaba gran incomodidad y sufrimiento. ¿Cómo puede alguien liderar y predicar en medio del sufrimiento?
Todos los pastores llevan consigo alguna clase de sufrimiento. A veces, se ven tentados a atribuir a las personas la fuente de ese sufrimiento. Algunos creen que un traslado hacia un nuevo lugar u otra función podrían disipar el problema. Pero, ese sufrimiento no puede ser evitado de ese modo porque se halla en la carne, es personal. Pablo agregó, además, que era persistente. Dijo haber pedido tres veces que Dios se lo quitara, pero el Señor no atendió su deseo. ¿Cómo puede un pastor, exitoso en la oración intercesora en favor de muchas personas, manejar el hecho de que su propio sufrimiento deba persistir, aun cuando haya orado por su remoción?
Todos podemos experimentar etapas de incomodidad y de sufrimiento, pero el estado de Pablo era crónico; inclusive peor: era permitido por el mismo Dios que lo había llamado a predicar el evangelio. Pablo obedeció, y se ocupó en hacer avanzar el Reino de Dios. Así, tal vez, uno de los beneficios de ese trabajo debía ser la seguridad contra el sufrimiento. Entretanto, él tenía que hablar a las personas acerca de un Dios que le permitía sufrir personalmente y persistentemente.
El verdadero problema
Podemos ser llevados a creer que el dolor del aguijón de Pablo era un problema; pero, esa no era la verdadera dificultad del apóstol, al igual que no es nuestro problema hoy. En verdad, el dolor era el antídoto para el verdadero problema. El problema potencial que todo pastor enfrenta es el éxito de su ministerio. Es decir, paradójicamente, nuestro mayor peligro puede provenir del hecho de ser poderosamente usados por Dios. Ese peligro puede surgir de los sentimientos que nutrimos al presentar un inspirador mensaje, ser el invitado especial para algún evento o ser nombrados para una destacada función administrativa. El verdadero problema que Pablo enfrentaba, y que todo pastor enfrenta, es el orgullo. Todo pastor debe luchar decididamente en contra de la tentación de sentirse superior que la grandeza del mensaje.
Como pastor, debo admitir que ese es mi problema. En mi corto ministerio como pastor ordenado, he tenido la oportunidad de predicar en diversos países; y hay ocasiones en que la Deidad ha brillado por sobre mis pobres bosquejos, e inflamado el lugar con celebración y convicción. Frecuentemente, he sido testigo del milagro de ver a personas pecadoras que prestan atención al llamado de la Palabra de Dios, en respuesta a lo que el Espíritu Santo hace por mi intermedio. Reconozco que toda la alabanza y el loor pertenecen a Dios, y que todo es resultado del trabajo del Espíritu Santo en el corazón y la mente de los oyentes. Por otro lado, en muchos de esos momentos de “gloria homilética”, me he visto tentado a robar o, por lo menos, compartir la gloria que pertenece únicamente a Dios. Me he visto tentado a creer que el poder que fluye a través de mí es originado en mí.
Ese enemigo interno frecuentemente está conmigo en el púlpito. Hay ocasiones en que se traba una lucha invisible, cuando mi orgullo lucha con el deseo que Dios tiene de hablar claramente a su pueblo. En esas ocasiones, siento que Dios me está pidiendo que me aparte de las anotaciones estudiadas y ensayadas; pero, me niego a obedecer, porque quiero terminar mis frases cuidadosamente pulidas. A veces, siento que Dios me está diciendo que termine mi sermón más temprano. Pero, argumento que todavía hay algunas “perlas” inteligentes para compartir. Así, tristemente debo admitir que algunas veces mi egoísmo termina venciendo. También tengo un aguijón, e imagino que todo predicador lo tiene.
El ego del predicador es frágil, fácilmente alimentado por la oportunidad que tenemos de ejercer el ministerio. La proclamación pública coloca al mensajero en una situación inestable porque, si bien toda la alabanza pertenece a Dios, que le otorga el mensaje para ser transmitido, las personas no pueden ver ni tocar a Dios: ven y tocan al predicador. Responden al mensaje divinamente inspirado, pero muestran apreciación por un imperfecto y frágil mensajero humano. Eso representa, para el predicador, una seductora tentación al narcisismo. Como resultado, muchos sufren heridas emocionales y psicológicas que turban la visión y la práctica su ministerio.
Desdichadamente, por causa de las expectativas sobrehumanas que tenemos en relación con nosotros mismos o por nuestra aceptación de parte de los oyentes, descuidamos el verdadero quebrantamiento de nosotros mismos, y comenzamos a curar nuestra frágil y despedazada autoestima con “paliativos ministeriales”. Eso nos permite predicar y liderar con la profesa intención de glorificar a Cristo cuando, en realidad, estamos alimentando nuestro orgullo y nuestra autoestima en un esfuerzo inconsciente por tratar con nuestros problemas emocionales y psicológicos.
Comparar y competir
Lamentablemente, la práctica de comparar y de competir, a veces, también es usada en el ministerio con el fin de alimentar nuestro orgullo. Hemos creado maneras de medir nuestro éxito ministerial. El número de bautismos parece ser el punto de partida; los edificios son vistos como expansión del portfolio de la iglesia, además de otros criterios estadísticos. Usamos esas medidas para compararnos con otras iglesias «competidoras».
Pero, esos instrumentos son inadecuados e incongruentes con los principios bíblicos. Si bien tenemos que trabajar por el crecimiento numérico y en la mayordomía cristiana de la iglesia, no debemos olvidar el criterio empleado por Dios, según las palabras del apóstol Pablo en 2 Corintios 11:23 al 30: “¿Son ministros de Cristo? (Como si estuviera loco hablo.) Yo más; en trabajos más abundante; en azotes sin número; en cárceles más; en peligros de muerte muchas veces” (vers. 23). Pablo define su ministerio por el servicio prestado a Cristo, por los desafíos y los sufrimientos enfrentados por causa de su fidelidad al llamado. Él enumera estos desafíos y peligros: “De los judíos cinco veces he recibido cuarenta azotes menos uno. Tres veces he sido azotado con varas; una vez apedreado; tres veces he padecido naufragio; una noche y un día he estado como náufrago en alta mar; en caminos muchas veces; en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; en trabajo y fatiga, en muchos desvelos, en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y en desnudez” (vers. 24-27).
Concluye la sombría lista con estas palabras: “Si es necesario gloriarse, me gloriaré en lo que es de mi debilidad” (vers. 30). Pablo medía su éxito pastoral por las heridas, mientras que nosotros nos medimos por nuestras estrellas conquistadas.
Las experiencias actuales parecen estar en oposición directa con la experiencia de Pablo y de muchos otros predicadores del Nuevo Testamento, que frecuentemente eran amenazados de muerte. A diferencia de lo que ocurre en el contexto actual de celebridad, la popularidad y la aceptación del mensajero no estaban en la mira. La definición de desempeño pastoral debe ser la fidelidad a la comisión que el Señor nos legó. Para eso, Dios puede, incluso, hasta permitir que seamos alcanzados por dolorosos aguijones.
De acuerdo con Pablo, el aguijón es descrito como “mensajero de Satanás” (2 Cor. 12:7); lo que suscita una intrigante cuestión: ¿quién es el responsable por el aguijón? Pareciera que el apóstol Pablo culpa a Satanás por atormentarlo con ese aguijón. Por otro lado, él mismo dice que el aguijón es necesario para mantenerlo humilde. ¿Es ese aguijón un agente de Satanás o de Dios? Tanto Dios como Satanás pueden usar aguijones. En la vida de todo predicador, existen dolorosas realidades que el enemigo usa para desanimarlo y silenciarlo. El aguijón representa algo que nos causa gran ansiedad y dolor, al igual que un sentimiento de insuficiencia.
El enemigo utiliza esos aguijones para convencernos de que no somos lo suficientemente buenos; los usa para decirnos que somos inútiles. En 2 Corintios 12:7, la palabra traducida como “atormentar” es kolaphizo. Esa palabra trasmite la idea de recibir un golpe en el rostro. Eso puede convertirse en un sentimiento persistente y acuciante en nuestra mente; nos puede hacer sangrar internamente con dudas mientras estamos en el púlpito o conduciendo juntas. Los persistentes pensamientos de duda pueden hacer que el predicador se sienta incapaz de cumplir con sus tareas ministeriales. Jamás seremos lo suficientemente buenos o dignos de nuestro llamado. Eso es verdad, pero necesitamos permanecer alertas. El enemigo puede usar ese pensamiento para lograr desanimarnos y llevarnos a renunciar a nuestra vocación.
¿Por qué?
Dios permite ese aguijón en nuestra carne a fin de mostrarnos nuestras flaquezas y debilidades. La pretensión que el enemigo tiene de desanimarnos conlleva el potencial de humillarnos. La humildad es la verdadera disposición de poder. Cuando la experimentamos, las barreras del egoísmo y de las proposiciones humanas son derribadas y se abre el camino para que Dios sea revelado en nosotros. La verdadera grandeza siempre es alcanzada por las personas que no buscan la gloria personal. Por esa razón Jesús habló con frecuencia sobre la humildad, y la ejemplificó con su propia vida. Él sabía que el orgullo fue el pecado original en el cielo, y la cura única para ese problema es la humildad.
Jesucristo permite los aguijones a fin de poner a Pablo y a todos los demás predicadores en la posición del poder espiritual. Charles Spurgeon es conocido como uno de los mayores predicadores de su generación. Su aguijón fue una dolorosa enfermedad que lo mantuvo depresivo. Martin Luther King Jr. fue uno de los hombres más influyentes del siglo XX; pero, fue constantemente incomprendido por personas de su propia raza y por muchos otros estadounidenses. El aguijón parece ser la “marca registrada” de todo predicador que busca transformar el mundo por medio de la Palabra. Todos los predicadores de Dios tienen aguijones.
La fe resoluta del apóstol Pablo, mantenida aun después de suplicar la remoción del aguijón, puede ser atribuida a su comprensión del uso de la palabra “aguijón” en el griego clásico. La palabra skolops, traducida como “aguijón”, es utilizada solo una vez en toda la Biblia. Por otro lado, en el griego clásico, esa palabra significa una estaca usada para asegurar una tienda o carpa al suelo. El hecho de que Pablo haya sido un fabricante de tiendas no es coincidencia: usó esa palabra para darnos la idea del propósito del aguijón en nuestro ministerio; es decir, que sirva como estaca, para mantener al predicador en su lugar. Pablo sabía que, sin la estaca, la tienda podía ser lanzada por los aires por fuertes vientos o tempestades.
Así, el aguijón actúa como estaca, afirmándonos en nuestro lugar, de modo que no seamos removidos por los inesperados problemas del ministerio. Dios sabe que, si no fuera por mi aguijón, habría dejado que las demandas del trabajo arruinaran mi matrimonio. Si no fuera por mi aguijón, habría dejado el ministerio bajo la amargura del trato injusto. Pero, el aguijón me mantiene en el lugar en que debo estar.
Me conduce al terreno de la ferverosa y constante oración, y me recuerda que nada soy más que polvo. El aguijón me invita a permanecer calmo, y me hace saber que él es Dios (Sal. 46:10). El milagro del aguijón es que justamente aquello que pido que Dios remueva es el instrumento que él usa para salvar mi ministerio.
Finalmente, existen dos realidades que salvan de la destrucción el ministerio del predicador: aguijón y gracia. El aguijón nos humilla; la gracia nos anima. La respuesta a nuestro orgullo ministerial es el aguijón representado por las limitaciones y las situaciones dolorosas que enfrentamos. Dios responde a Pablo diciéndole que lo que él más necesitaba no era la remoción del aguijón, sino el cambio del centro de su atención; es decir, quitar la atención del sufrimiento del predicador y centrarla en el propósito de Dios. Las debilidades pastorales tienen el potencial de revelar el poder divino. La verdad es que los predicadores no tenemos que ser superhombres; no tenemos que estar ciento por ciento bien todo el tiempo. También podemos sentirnos mal, luchar y llorar. Nuestro aguijón nos revela la gracia de Dios. Así, existe un llamado inherente a que todos los predicadores acepten su ministerio con “aguijones”. Dijo Pablo: “Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor. 12:10). Nuestra fortaleza no proviene de esconder nuestras inseguridades, nuestras aflicciones y nuestros chascos, sino de confesarlos. Las congregaciones y la comunidad necesitan comprender que somos seres humanos; predicamos y lideramos entre nuestros aguijones.
La carta de Pablo a los corintios es un acto de confesión pública. Él sabía que jamás subyugaremos lo que no confesamos. Su ejemplo, para todo predicador, es vivir en la autenticidad de las propias limitaciones humanas. Así, debemos confesar el orgullo que busca minar nuestra predicación; aceptar el hecho de que nuestro ministerio debe, meramente y tan solo, revelar la gloria de Dios. Nos recuerda que la fidelidad es la verdadera medida del éxito ministerial; dejar de lado la fachada y ser conductos, imperfectos, de la gracia de Dios.
Por lo tanto, prediquemos, ministremos y lideremos con nuestros aguijones. Al hacerlo así, en humildad y con la gracia de Dios, ¡nuestro problema se convertirá en poder!