Recientemente, leí acerca del director de un respetado seminario de Teología que, al recibir a los nuevos alumnos cada año, les decía con suficiente énfasis: “Den lo mejor de sí en sus estudios mientras estén en la Universidad. Vivan con seriedad y disciplina. Estudien, piensen y prepárense bien para el ministerio. Necesitan tener en mente que, cuando salgan de aquí para ejercer su vocación pastoral, sin importar lo que digan o prediquen, siempre habrá personas que crean en ustedes”.
¡Qué gran verdad! Las palabras de un pastor siempre encontrarán eco en la vida y el comportamiento de muchas personas. Si las palabras dichas por cualquier persona ejercen influencia sobre quien las escucha, ¡cuánto más las palabras expresadas por un ministro del evangelio! Eso debería hacernos más cuidadosos con respecto a lo que decimos. A veces, por causa de un descuido rápido, el pastor termina comprometiendo seriamente su credibilidad en el púlpito o en el aconsejamiento del rebaño.
“¿Acaso alguna fuente echa por una misma abertura agua dulce y amarga?” (Sant. 3:11). Ese es el razonamiento, a veces hasta inconsciente pero inevitable, de las personas, cuando escuchan de los labios de un ministro palabras que nunca deberían haber sido proferidas por él. Hay situaciones en que la diferencia entre el buen humor y la frivolidad es tan sutil que algunas personas no pueden discernirla. Algunos, incluso, se esfuerzan por conquistar la simpatía y la aceptación de sus oyentes, y utilizan palabras, anécdotas y gestos absolutamente impropios para un embajador del Reino de Cristo.
La dura realidad es que a las personas hasta puede agradarles esto, divertirse e incluso elogiar tales actitudes, pero a la hora de la crisis, del dolor, de la necesidad y del desamparo, cuando necesiten buscar apoyo espiritual, ciertamente no irán a buscar a los graciosos y contadores de chistes. Sentirán la necesidad de alguien que demuestre en su propia vida y en sus palabras una espiritualidad auténtica y profunda. Es por eso que el “ministro de Cristo debe ser puro en su conversación y en sus acciones” (Primeros escritos, p. 103).
Tenemos orientaciones tan claras y severas acerca de este tema que no deberíamos considerarlo de manera superficial. Lea con atención las siguientes declaraciones de Elena de White:
“Salgan de sus labios únicamente palabras limpias, puras y santificadas; porque, como ministro del evangelio, su espíritu y ejemplo serán imitados por otros” (Obreros evangélicos, p. 173).
“El predicador debe recordar que su porte en el púlpito, su actitud, su manera de hablar, su traje, producen en sus oyentes impresiones favorables o desfavorables. Debe cultivar la cortesía y el refinamiento de los modales, y conducirse con una tranquila dignidad conveniente a su alta vocación. La solemnidad y cierta autoridad piadosa mezclada con mansedumbre, deben caracterizar su porte. La grosería y la tosquedad no se han de tolerar en la vida común, y mucho menos en la obra del ministerio. La actitud del predicador debe estar en armonía con las verdades santas que proclama. Sus palabras deben ser en todo respecto sinceras y bien elegidas” (Ibíd., p. 181).
“¿Qué puede hacer un pastor sin Jesús? Por cierto que nada. De manera que, si es un hombre frívolo, jocoso, no está preparado para desempeñar el deber que el Señor colocó sobre él. ‘Sin mí -dice Cristo-, nada podéis hacer’. Las palabras petulantes que caen de sus labios, las anécdotas frívolas, las palabras habladas para producir risa, son todas condenadas por la Palabra de Dios, y están totalmente fuera de lugar en el púlpito sagrado” (Testimonios para los ministros, pp. 139, 140).
Querido colega pastor, seamos verdaderamente hombres de Dios. Que, a través de nuestro proceder, ya sea en público o en el ámbito particular, las personas se sientan inspiradas y motivadas a una vida santa y pura. Adoptemos como parámetro, en nuestro ministerio, la exhortación de Pablo a Timoteo: “Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que usa bien la palabra de verdad. Mas evita profanas y vanas palabrerías, porque conducirán más y más a la impiedad” (2 Tim. 2:15, 16).