Un rebaño y un pastor

Un rebaño y un pastor

En Cristo, judíos y gentiles se convierten en el remanente mesiánico heredero de las promesas hechas a los patriarcas del Antiguo Testamento.

¿Cuál es el papel de Israel en las profecías bíblicas? Esa es una cuestión importante en vista de la creencia, en algunos círculos, de que el actual Estado de Israel desempeña un papel decisivo en la profecía. Tal idea está presente en publicaciones, películas y predicaciones.

Para responder a esta cuestión, es esencial comprender lo que dice la Biblia, especialmente lo que enseñaron Jesús y los escritores del Nuevo Testamento en cuanto a las predicciones hebraicas acerca de la restauración de Israel. Solamente cuando veamos todo el cuadro de Israel en los dos Testamentos, tendremos el patrón bíblico de la verdad por el que podremos juzgar la idea de que los judíos y Palestina son, supuestamente, el centro de las profecías de la Biblia.

Si consideramos al Antiguo Testamento la palabra final de Dios, aplicaremos las profecías como si Cristo todavía no hubiese venido; como si el Nuevo Testamento todavía no hubiera sido escrito. Pero, para los cristianos, el Nuevo Testamento tiene la palabra final.

Interpretación literalista

En 1868, en Plymouth, Inglaterra, John Nelson Darby1 comenzó a defender que la aplicación literal de las profecías de Israel a los judíos modernos era el único principio válido de interpretación profética, y dividió la Biblia en secciones que arbitrariamente hacían aplicaciones a Israel o a la iglesia. Lewis Chafer, que sistematizó la hermenéutica literalista de Darby, afirmaba que “las únicas Escrituras direccionadas específicamente a los cristianos son el Evangelio de Juan, el libro de Hechos y las epístolas del Nuevo Testamento”. John Walwoord argumentó en el mismo sentido, hablando del Apocalipsis: “El libro no trata primariamente del programa de Dios para la iglesia”.

Según la teología de Darby, la iglesia de Cristo no tiene parte en las alianzas Dios con Abraham, David e Israel. Él veía a la iglesia cristiana, con su evangelio de la gracia de Dios, sencillamente como una “interrupción” del plan divino original para Israel; como una “intercalación” imprevista por los profetas israelitas. Según esta teoría, los creyentes en Jesús deben ser raptados secretamente para el cielo, a fin de que Dios pueda continuar su programa para Israel en el tiempo del fin.

Es por eso que el darbismo, con sus modificaciones en el moderno dispensacionalismo, es llamado futurismo. Aun cuando algunos teólogos dispensacionalistas proponen revisiones drásticas, el futurismo sobre Israel y la iglesia secretamente arrebatada continúa preponderantemente en su escatología. La esencia del futurismo es la expectativa de una futura teocracia para Israel en Jerusalén, durante el futuro milenio judaico. ¿De qué manera justifican los dispensacionalistas su dicotomía entre Israel y la iglesia de Cristo? Charles C. Ryrie establece que, “dado que el literalismo es un principio obvio y lógico de interpretación, el dispensacionalismo está más que justificado”.4 El principio del literalismo en la interpretación profética pertenece a la esencia misma del pensamiento dispensacionalista. Por otro lado, Ryrie no lo justifica sobre la base de la Biblia, sino desde la lógica humana. La gran pregunta es la siguiente: La lógica del literalismo ¿es el principio correcto para la aplicación a las profecías bíblicas?

Para encontrar el principio bíblico de interpretación, debemos preguntar la manera en que Cristo y los escritores del Nuevo Testamento aplicaban las profecías y las promesas de pacto con Israel. A fin de cuentas, Cristo debe ser la palabra final en este asunto. El punto crucial es: si el intérprete de la Biblia es cristiano, está obligado a aceptar el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento como una revelación de Dios a la humanidad. El Antiguo Testamento no es la última palabra de Dios. Cuando habla a través de su Hijo, el testimonio de Jesús es la revelación final y definitiva acerca de Israel y el plan divino de salvación; por su autoridad divina, Cristo determinó quién pertenece al verdadero Israel de Dios y sus características como el pueblo del nuevo pacto divino.

No hay justificativos para la adopción del literalismo absoluto en la interpretación de la profecía, porque Jesús no lo hizo. Él le dio al término Israel un nuevo significado, al instituir un cuerpo de creyentes cristianos “israelitas” que deberían heredar las promesas del pacto. Eso requiere una aplicación teológica a las profecías de Israel. Vern S. Poythress advierte: “La interpretación gramático-histórica es solo una instancia en el acto general de interpretación”.5 Para el cristiano, Jesús es el intérprete autorizado y final de las Escrituras hebreas. La Epístola a los Hebreos comienza con un énfasis acerca de esta unidad teológica de la revelación de Dios a Israel y a la iglesia:

“Dios, habiendo hablando muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo” (Heb. 1:1, 2).

El Nuevo Testamento ¿enseña que Dios tiene dos propósitos y destinos distintos para un Israel nacional y la iglesia: mientras que uno es arrebatado al cielo, el otro permanece en la tierra? Cristo ¿se ofrece a Israel como el Mesías para establecer el Reino prometido a David y, al mismo tiempo, retrasa ese Reino durante dos mil años, porque depende de la aceptación del pueblo judío? El Apocalipsis ¿enseña que las promesas del pacto de Dios serán cumplidas en el pueblo judío en un milenio futuro, durante el cual el Templo será reconstruido en Jerusalén? ¿Enseña que los sacrificios serán reinstituidos en “conmemoración” de la muerte de Cristo, y las naciones finalmente reconocerán al Israel nacional como pueblo de Dios? El pacto de Dios con Israel ¿está centralizado en este último?

El testimonio de Cristo

Jesús aseveró ser enviado por Dios, como Pastor de Israel, a fin de reunir a los creyentes judíos y gentiles: “También tengo otras ovejas que no son de este redil; aquéllas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño, y un pastor” (Juan 10:16). Aquí, Jesús se refirió a la profecía de Isaías acerca de la restauración de Israel (Isa. 56:8). Y hasta la New Scofield References Bible6 reconoce que Isaías predijo la reunión de los gentiles “que no son de este redil”.

Como Mesías enviado, Jesús vino primariamente para reunir a Israel en sí mismo (Mat. 12:30), pero ese blanco no estaba limitado al Israel nacional.

Dijo él: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo” (Juan 12:32). Para el cumplimiento de esa misión global, Jesús escogió doce apóstoles, que representan, en número, a las doce tribus de Israel. Al ordenarlos como apóstoles (Mar. 3:14, 15), Cristo constituyó un nuevo cuerpo de creyentes cristianos israelitas. A ese Israel mesiánico llamó “mi iglesia” (Mat. 16:18). En la ordenación de los Doce, Cristo fundó su iglesia como el Israel mesiánico, con su propia estructura y autoridad. La mencionó como las “llaves del reino” (vers. 19), y también designó a sus doce apóstoles como jueces sobre “las doce tribus de Israel” en la era futura (Mat. 19:28; Luc.22:30). Cuando los judíos rechazaron la predicación mesiánica de Jesús, él declaró: “Por tanto os digo, que el reino de Dios será quitado de vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él” (Mat. 21:43). Con eso, Cristo anunció el fin de la teocracia para el Israel nacional, pero no pospuso el reinado anunciado hasta miles de años después. Dijo a sus discípulos: “No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el Reino” (Luc. 12:32). Si Dios y Cristo transfirieron el Reino al Israel mesiánico, no podemos esperar que tengan la obligación de cumplir las promesas de ese Reino en un Israel nacional. El Nuevo Testamento no presenta a un Dios que vuelve atrás.

Jesús reconoció al fiel remanente de Israel que creyó en él como el Mesías enviado. Según Frederick Bruce, “el llamado de Jesús a los discípulos, para formar el ‘pequeño rebaño’ que recibiría el Reino […] lo confirma como fundador del nuevo Israel”.7 La nota tónica del evangelio del Reino de Cristo no fue la postergación, sino su cumplimiento en él mismo.

Cristo no instituyó su iglesia como un cuerpo paralelo al Israel de Dios, sino como el remanente fiel de Israel, que hereda las promesas del pacto. La iglesia apostólica cumplió la profecía del remanente de Israel. Jesús hizo la clara distinción entre el natural y el espiritual, o verdadero, israelita. Cuando Natanael lo reconoció como el Mesías, Cristo afirmó: “He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño” (Juan 1:47). En la casa de Zaqueo, quien lo aceptó como Señor, Cristo declaró: “Hoy ha venido la salvación a esta casa; por cuanto él también es hijo de Abraham” (Luc. 19:9). Para Jesús, la fe en él como el Mesías era el factor decisivo para pertenecer al Israel de Dios. Cuando el centurión romano se aproximó a él con plena confianza en su poder para curar, Cristo dijo: “De cierto os digo, que ni aun en Israel he hallado tanta fe”. Luego, agregó estas palabras de profundo significado profético: “Y os digo que vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos; más los hijos del reino serán echados a las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes” (Mat. 8:10-12).

Jesús no habla de Israel y de su iglesia como grupos separados con diferentes destinos. Primariamente, miró al Israel de la fe, pero también aceptó creyentes gentiles. Así, reunió seguidores de los dos grupos en un rebaño espiritual, en el pueblo remanente mesiánico heredero de las promesas del pacto hecho a Abraham e Israel, en una escala de cumplimiento mundial. La idea de los dos grupos como separados era extraña a Jesús, porque él fue enviado como el segundo Adán para toda la humanidad (Rom. 5:12-21). Como afirmó Vernon Poythress, “solo puede haber un pueblo que pertenece a Dios, porque solo existe un Cristo”.

Pablo, Israel y la iglesia

Aproximadamente en el 53 d.C., Pablo escribió una carta pastoral a la iglesia de Roma, en la que le dio atención especial a la relación entre judíos comunidad cristiana de origen judío en Roma estaba experimentando una actitud hostil de los gentiles cristianos. El apóstol rechazó toda actitud de antijudaísmo. En los capítulos 9 al 11 de la carta a los Romanos, reconoció que había diferencias étnicas entre judíos y gentiles en la iglesia, lo que lo llevó a hablar a un grupo específico: “Porque a vosotros hablo, gentiles” (Rom. 11:13).

Entonces, advirtió contra gloriarse o actuar presuntuosamente con respecto a alguna alegada superioridad o distinción por parte de Dios (Rom. 11:18, 25). Dijo que todas las personas son desobedientes a Dios y necesitan tener fe en Cristo como el Mesías, permaneciendo de esta forma en la relación de pacto con Dios. Y explicó: “Qué, pues, diremos? Que los gentiles, que no iban tras la justicia, han alcanzado la justicia, es decir, la justicia que es por fe; mas Israel, que iba tras una ley de justicia, no la alcanzó. ¿Por qué? Porque iba tras ella no por fe, sino como por obras de la ley, pues tropezaron en la piedra de tropiezo” (Rom. 9:30-32).

Para el apóstol, la cuestión decisiva en el pacto de Dios con Israel es la fe en Jesús como el justo Mesías y representante de la humanidad. Los gentiles no tienen otro pacto con Dios, sino el pacto con Israel. Jesús hizo su nuevo pacto con doce creyentes judíos. Lo fundamentó en su sacrificio, como el cumplimiento de los sacrificios del antiguo pacto. Así, “Jesús es hecho fiador de un mejor pacto” (Heb. 7:22).

En Romanos 11, Pablo presenta la continuidad de las alianzas de Dios a través de la figura de un olivo, que representa a Israel y a la iglesia. El simbolismo del “injerto” de los gentiles como ramas del “olivo silvestre”, en el árbol del pacto con Israel, ilustra vívidamente la unidad teológica de la alianza de Dios con Israel y con la iglesia apostólica. En virtud de la fe en Cristo, los gentiles son incorporados en el olivo de Israel y comparten la sustentación de la raíz abrahámica (Rom. 11:18). La gran lección en este cuadro es que Dios no muestra favoritismos (Rom. 2:11). Y Pablo advierte a los gentiles: “No te ensoberbezcas, sino teme” (Rom. 11:20).

La preocupación de Pablo no es alguna secuencia de dispensaciones, sino la responsabilidad actual de que los gentiles cristianos compartan apropiadamente el evangelio a los judíos, de modo que todos los creyentes, judíos y gentiles, sean salvos por la fe en Cristo. Es crucial aprender, de Romanos 9 al 11, que no hay verdadera conversión sino la que resulta de la predicación del evangelio de Cristo. Eso está explícito en el capítulo 10: “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo […] Porque no hay diferencia entre judío y griego, pues el mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que le invocan; porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo” (Rom. 10:9, 12, 13; ver Joel 2:32).

Al citar Joel 2:32, Pablo muestra que consideraba que la iglesia de Cristo era el cumplimiento histórico de la profecía acerca del remanente de Israel en los últimos días (Joel 2:28). En el día de Pentecostés, Pedro ya indicó que la profecía de Joel fue cumplida en el Israel cristiano, o la iglesia apostólica. Ahora, Pablo enfatiza la misma condición de fe para todo Israel: “Y aun ellos, si no permanecieren en incredulidad, serán injertados, pues poderoso es Dios para volverlos a injertar” (Rom.11:23). Aquí, el apóstol distingue entre el Israel natural y el creyente, algo que ya hacían los profetas de Israel. Aclara explícitamente: “No que la palabra de Dios haya fallado; porque no todos los que descienden de Israel son israelitas” (Rom. 9:6).

Si perdemos esta distinción básica entre un Israel natural y otro creyente, en la aplicación del término Israel en las profecías del tiempo del fin, no aplicaremos la hermenéutica cristocéntrica y negaremos la fe cristiana. Literalizar el nombre de Israel solo en relación con los judíos étnicos es un serio error teológico, que representa mal la voluntad de Dios y desvaloriza la misión de Cristo. El olivo de la metáfora de Pablo implica que los judíos no alcanzarán el Reino de Dios beneficiados por un tratamiento especial: al igual que los gentiles, solo entrarán en el Reino a través de la justificación por la fe en Cristo. Por lo tanto, no debemos esperar que suceda un milagro escatológico para el pueblo judío siete años después de que la “plenitud de los gentiles” (Rom. 11:25) haya sido arrebatada del mundo.

Pablo concluyó su consejo a la iglesia en Roma con una perspectiva acerca del triunfo del plan de Dios para salvar a los israelitas y a los gentiles.

Un erudito del Nuevo Testamento lo resumió en estas palabras: “Dios no garantiza alguna misericordia al Israel sin los gentiles, ni a los gentiles sin Israel”. El apóstol coloca la salvación del Israel étnico en una interrelación dinámica con la salvación de los gentiles. Esa dependencia mutua revela una visión de la fidelidad de Dios a su alianza con Israel, a pesar de su infidelidad. El objetivo primario del consejo de Pablo a la iglesia de Roma es terminar con la actitud de los cristianos gentiles hacia los hermanos judíos, al igual que instalar en ellos un sentido de responsabilidad hacia el Israel étnico. Los cristianos gentiles deberían comprender que la iglesia injertada es llamada a llevar a Israel al ejercicio de la fe en el Mesías. Pablo menciona sus propios esfuerzos en ese sentido: “Porque a vosotros hablo, gentiles. Por cuanto yo soy apóstol a los gentiles, honro mi ministerio, por si en alguna manera pueda provocar a celos a los de mi sangre, y hacer salvos a algunos de ellos” (Rom. 11:13, 14). Él practicaba su creencia de que el evangelio debía ser ofrecido “al judío primeramente”, “y también al gentil” (Rom. 1:16; 2:9, 10). Por medio de la ministración del evangelio, todo judío que cree, será salvo. Pablo enfatiza ese evangelio de salvación, cuando establece que “luego todo Israel será salvo” (Rom. 11:26). Todos los judíos serán salvos del mismo modo en que lo serán todos los gentiles: por la fe en el Señor crucificado y resucitado, como el Mesías de Israel. Pablo no dice: “Luego, todo Israel será salvo”, como si estuviese sugiriendo una secuencia de diferentes dispensaciones. Aborda la oportunidad presente y el sagrado deber de la iglesia. Note cómo resalta ese llamado presente a los gentiles cristianos, al repetir la palabra “ahora” en sus palabras conclusivas de Romanos 11: “Pues como vosotros también en otro tiempo erais desobedientes a Dios, pero ahora habéis alcanzado misericordia por la desobediencia de ellos, así también éstos ahora han sido desobedientes, para que por la misericordia concedida a vosotros, ellos también alcancen misericordia. Porque Dios sujetó a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos” (Rom. 11:30-32).

Necesitamos recordar que hay un único olivo en la metáfora de Pablo, que significa un Salvador, un pueblo de Dios y un camino de salvación para todos. La perspectiva de Pablo en relación con el Israel étnico, en Romanos 11, es de esperanza y de seguridad en que todavía muchos israelitas regresen a su alianza con Dios, mediante la fe en Cristo. Pero, eso solamente ocurrirá a través de cristianos llenos del Espíritu y centrados en Cristo, que demuestren la gracia de Dios al alcanzar a todos los judíos con su amor. Entonces, la promesa del primer Pentecostés será repetida en miles de judíos que regresarán a su Mesías.

Ese regreso prometido no incluye, de acuerdo con Pablo, la restauración de la teocracia en Palestina; no dice nada acerca del regreso físico de Israel a la tierra de Palestina ni acerca de la restauración del reino davídico terrenal ni de la reinstalación nacional como el pueblo de Dios en la tierra de sus padres. Pablo vio algo infinitamente mejor para Israel: la reconciliación con Dios a través de Cristo y la seguridad de la herencia mayor.

Herencia gloriosa

De entre los profetas de Israel, Isaías se destaca como el que extendió su visión hasta proporciones globales y cósmicas. No solo visualizó el influjo de incontables gentiles al Israel de Dios, en los últimos días (Isa. 2:1- 4; 56:3-8; 60:3-14; 66:19-23), sino también predijo que “vendrán todos a adorar delante de mí, dijo Jehová” (Isa. 66:23). Colocando esa visión en una perspectiva más amplia, profetizó: “Porque he aquí que yo crearé nuevos cielos y nueva tierra; y de lo primero no habrá memoria, ni más vendrá al pensamiento. Mas os gozaréis y os alegraréis para siempre en las cosas que yo he creado; porque he aquí que yo traigo a Jerusalén alegría, y a su pueblo gozo” (Isa. 65:17, 18).

Aquí, el profeta une cielo y tierra en una gloriosa herencia para el Israel de Dios. Esa visión escatológica impulsa la esperanza de Abraham. Por la fe, Abraham contempló la Tierra Prometida. Por otro lado, no buscó conquistar Palestina ni reconstruir Jerusalén. Abraham “esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Heb. 11:10). A Abraham y a sus descendientes no se les prometió Palestina en su condición presente, sino una patria celestial, con una ciudad celestial. Miraron más allá de Palestina, a un cielo nuevo, una Tierra Nueva y una nueva Jerusalén. “Pero anhelaban una mejor, esto es, celestial; por lo cual Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos; porque les ha preparado una ciudad” (Heb. 11:16).

La certeza reconfortante para todos los cristianos hebreos es que ellos heredarán la misma herencia celestial prometida a los patriarcas de Israel. Hebreos 11 concluye con la gran perspectiva de unificación de todo el pueblo de Dios: “Proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros” (Heb. 11:40).

En Apocalipsis 21 y 22, la alianza de Dios encuentra su cumplimiento perfecto en la Nueva Jerusalén y en la Tierra Nueva. Allí, Israel y la iglesia se unen en adoración al Creador y Redentor, y al Cordero de Dios, como una comunidad armoniosa. Esa Ciudad de Dios posee doce puertas en las que están escritos los nombres de las doce tribus de Israel (Apoc. 21:12). La ciudad tiene muros con fundamentos eternos, sobre los que están escritos los nombres de los doce apóstoles de Jesús (Apoc. 21:14). La visión juanina solo refuerza el mensaje del evangelio apostólico, en el sentido de que Israel y la iglesia forman una unidad indivisible por toda la eternidad.

Cristo ya invitó a todos los judíos a asistir a su banquete mesiánico ve- nidero en el Reino de Dios. Por otro lado, les advirtió que el origen étnico, por sí mismo, no es garantía de la aceptación divina: “Y os digo que vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos; más los hijos del reino serán echados a las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes” (Mat. 8:11, 12). En resumen, los gentiles cristianos, de Occidente y de Oriente, compartirán el destino eterno de Israel; y los judíos y los gentiles que rechacen a Cristo se- rán desheredados de la alianza hecha con Abraham, Isaac y Jacob. Todo el pueblo de Dios se sentará a la mesa con esos patriarcas y será reunido en la Nueva Jerusalén, como un rebaño bajo un solo Pastor. Juntos, cantarán “el cántico de Moisés siervo de Dios, y el cántico del Cordero” (Apoc. 15:3), en grata alabanza a Dios, el Padre, y al Señor Jesús.