Recuerdo que era una frase especial. Se usaba escasamente, pero, cuando se la empleaba, quedaba revestida de total solemnidad. Ya apenas se la menciona, pero era muy común en mi infancia: “¡Palabra de honor!” Si alguien pretendía establecer un compromiso estable (ya fuese en el intercambio de algún que otro objeto o con la intención de fortalecer una relación), preguntaba: “¿Palabra de honor?” A lo que se respondía, con suma trascendencia: “¡Palabra de honor!” Y es que hay frases que son perfectas para concluir una idea, un diálogo o una exposición. ¿Quién no ha guardado un profundo silencio cuando cualquiera de sus padres terminaba un reclamo con un “No se hable más del asunto”? ¿Quién no ha sentido admiración, cuando un brillante académico finalizó su ponencia con un rotundo “He dicho”? ¿Quién no ha vibrado hasta los tuétanos cuando un predicador, embargado del Espíritu, ha exclamado “Amén”?
Hay muchas de estas expresiones que vienen a nuestra mente, pero, estoy seguro, hay una que las supera a todas. Déjame que te cuente cómo la descubrí y lo que implica.
No hace mucho tiempo de esto. Nos hallábamos con los cursos doctorales de Antiguo Testamento, en clase de “Crítica Textual”. Había pedido a los alumnos que preparasen un análisis de las notas masoréticas de las perícopas, que iba a servir de base para sus tesis. Uno de ellos estaba trabajando con Levítico 20; y otro, con Ezequiel 20. Para mi sorpresa, una misma nota masorética aparecía en ambos capítulos (Lev. 20:7; Eze. 20:5, 20): “Esta expresión aparece 24 veces al final del verso”. Una pregunta se instaló en mi mente: ¿por qué era importante, para este escriba, que esa frase apareciera o no al final de un versículo? Si se había dedicado a contar las veces que se registraba, no era por un mero afán estadístico. ¿Qué mensaje nos querría transmitir? ¿Qué frase contenía?
No los tendré más tiempo en vilo: la oración es: “Yo soy Yahweh, vuestro Dios”. Aparece 34 veces en el Antiguo Testamento, en 33 versículos; y sí, como afirmaba aquel anodino masoreta, en 24 ocasiones se encuentra al final de un verso. Al principio, en Levítico 11:14; 25:38; 26:13; Números 15:41; Jueces 6:10; Ezequiel 20:19; y Joel 4:17. En medio, en Éxodo 6:7; Levítico 19:36; y 20:24. Al final, como indicaba el escriba, en Éxodo 16:12; Levítico 18:2, 4, 30; 19:2 al 4, 10, 25, 31, 34; 20:7; 23:22, 43; 24:22; 25:17, 55; 26:1; Números 10:10; 15:41; Deuteronomio 29:5; y Ezequiel 20:5, 7 y 20. Y, además, esconde un mensaje de gran valor para los creyentes de todos los tiempos.
Una frase realmente especial
Tampoco deseo cansarte con estas cosas; pero debo decirte que, a diferencia de otras lenguas, en hebreo bíblico hay oraciones sin verbo explícito. Se las llama oraciones nominales. En el original, nuestra frase sería algo así: “Yo Yahweh, Dios vuestro”. Las oraciones nominales tienen varias funciones; dos de ellas son las de identificar y las de mostrar cualidades de alguien. Observa el texto. Primero se identifica: “Yo soy Yahweh”. Después, nos muestra algo que lo califica: “Soy vuestro Dios”.
Yahweh era un Dios con nombre propio, con nombre de pila. ¡Y qué nombre! La raíz de la que proviene está relacionada con “Ser”, “Existir” o “Estar”.
Dios es. Representa la esencia del universo. Todo gira alrededor de su naturaleza: el amor. Cada pequeño detalle en el giro de los astros, en el desarrollo de una flor, en el vuelo de una mariposa, nos habla de su esencia.
Dios existe. Es un Dios vivo y de vida. Hay muchos dioses sin vida o “quitavidas”. Las figuras en piedra o madera que representaban los panteones de la antigüedad eran piedra o madera, y solamente eso. Los dioses de la actualidad, de níquel o plástico, que parecen aportar plenitud, continúan siendo, como entonces, solo níquel o plástico. Adorar, entonces, a Moloc-baal podía implicar la muerte de tu primogénito; adorar, hoy, a Mamón puede implicar la muerte existencial de tu familia. Pero, Yahweh no era ni es así: confiar en él da vida, alegría, seguridad, plenitud. Hay ganas de más; y, a cambio, no hay que sacrificar a nadie.
Dios está. Los dioses del Mediterráneo vivían allende las nubes, alejados de la compañía humana. A Yahweh, sin embargo, le gusta estar al lado, acompañar. Y lo demuestra la historia: abriendo un mar; dando sombra en el ardiente desierto; aportando calor en la gélida noche; venciendo adversidades; realizando maravillas y cotidianidades… Dios está y estará. Y digo “estará”, porque Yahweh está escrito de manera que implica que esa naturaleza no ha cesado, sino que continúa y continuará. Yahweh continuará siendo con nosotros y, por ello, tendremos identidad. Seguirá existiendo con nosotros y, por ello, tendremos vida. Seguirá estando con nosotros y, por ello, jamás nos faltará su compañía.
¿No les parece una frase espectacular? Pero, no queda ahí: continúa con la cualidad que lo hace vivencial: “Soy vuestro Dios”. Imagínense que no hubiese dicho “vuestro”; qué diferente sería. Es indudable que es Dios, que también es trascendente; pero dice “vuestro”. ¿Han pensado cuánto implica? No dice: “Soy Dios”; tampoco: “Son mi pueblo”. Ambos se emplearán en otros textos, pero no aquí. A Dios le gusta que lo asociemos con el modo posesivo y, curiosamente, que nosotros seamos los poseedores. ¿Podemos poseer a Dios? En el sentido de controlarlo, por supuesto que no. Podemos, sin embargo, tener una relación con él; una relación “nuestra”. A Yahweh le encantan las relaciones. Encontramos que, en el Antiguo Testamento, en 117 ocasiones se menciona como “vuestro Dios”; y en 267, como “tu Dios”. Es sencillo de explicar: Dios se goza en que tengamos una relación con él. Quizá por esa razón la metáfora que más se acerca al vínculo de Yahweh con su pueblo sea el matrimonio, la intimidad hecha carne. Es, además, una relación individual (“tu Dios”), que deriva en una relación colectiva (“vuestro Dios”).
“Yo soy Yahweh, vuestro Dios” es una frase estupenda para concluir cualquier comunicación. Habla de grandeza y de cercanía; de poder y de cariño; de identidad y de vida en compañía. Nos viene muy bien tenerla en mente, porque los cristianos vivimos crisis individuales y colectivas.
Participar de la historia
Vivir en el desierto tiene sus dificultades. Así lo percibió el pueblo hebreo, en su periplo por la península del Sinaí. Y murmuraron. Echaban de menos las ollas egipcias, con carne y pan. Éxodo 16 registra ese momento de forma sintética, pero bien descriptiva. En medio del fragor de los comentarios, Dios les promete que tendrán el alimento que anhelan. Concluye su compromiso con “Yo soy Yahweh, vuestro Dios”. Al día siguiente tuvieron codornices, algo inusual pero no extraordinario; y una sustancia delgada, entre copo y escarcha: algo impensado y sumamente extraordinario. El maná acompañó al pueblo durante cuarenta años (Lev. 16:35). Yahweh se encargó de realizar un milagro cada día de la semana durante décadas, porque era su Dios; porque no era un Dios ajeno a sus necesidades cotidianas.
Yahweh participa de la historia de este mundo. Su trascendencia no entra en conflicto con su proximidad. No mira hacia otro lado ni nos abandona a nuestro derrotero. En el trayecto de la vida está presente, como el vector que nos guía hacia la meta de redención; como la fuerza que nos impulsa a cada instante, a pesar del rozamiento de un mundo de adversidades. El Éxodo se convirtió en un hito para los hijos de Israel; y no deja de ser una metáfora de la humanidad. Andamos errantes, incluso quejosos; pero no andamos en solitario, porque Yahweh es nuestro Dios. Muchas veces diremos: “¿Qué es esto?” (maná), y él nos invitará: “Pruébalo”. Entonces comprenderemos que le gusta lo dulce, porque intenta compensar la amargura de un mundo caído; que nos regala cosas delicadas, a pesar de nuestras tosquedades.
Santificando hasta las fiestas
Los capítulos 18 al 20 de Levítico son espectaculares. Hablan de santificación, y sellan cada bloque con la frase “Yo soy Yahweh, vuestro Dios”. Levítico huye de la sacralidad, de lo mágico y totémico, y enseña santidad, lo vivencial y relacional. No pretende que solo los levitas sean santos, sino también cada uno de los componentes de su pueblo. Ese proceso, de hacer de todos un pueblo escogido y selecto con una misión de gloria, mezcla principios y normas, liturgia y cotidianidad. Para Yahweh, lo atemporal y universal (principios) convive con lo temporal y contextualizado (normas). Todo momento de la vida debe ser santo. Nos cuesta entenderlo, porque nuestra mentalidad helénica es diseccionadora de tiempos y espacios. Pero, hemos de comprenderlo: no hay momentos religiosos y momentos profanos. Cada parpadeo, cada respiración, cada pensamiento y acción son un todo. No deben existir disonancias.
En estos capítulos, las cadenas de mandatos (unas veces principios; y otras, normas) y promesas se sellan con multitud de “Yo soy Yahweh, vuestro Dios”. El pueblo era “analfabeto espiritual”, y precisaba que vez tras vez se le recordara que el secreto está en la relación con Dios. Esa relación calaba hasta lo más íntimo de la vida: el vínculo con los padres, el respeto por una sexualidad sana, el sacrificio de corazón, la solidaridad con los menos favorecidos, el trabajo a conciencia y con ciencia, la hospitalidad como acto de grandeza y ejercicio de la memoria. Y, de tanto en tanto, aclara que deben ser santos porque Yahweh es santo. La relación de Yahweh con su gente no es estanca, sino que existe transferencia: somos vasos comunicantes. Somos especiales porque nuestro Dios es especial.
Si, además, unimos este concepto con Números 10:10 (“En vuestros días de alegría, como en vuestras solemnidades y principios de mes, tocaréis las trompetas sobre vuestros holocaustos y sobre los sacrificios de paz, y os servirán de memorial delante de vuestro Dios. Yo soy Yahweh, vuestro Dios”), concluiremos que Dios anhela esa relación en la intensidad de los momentos excepcionales y colectivos, tanto como en la serenidad de los momentos cotidianos e individuales. Hay fiestas para santificarse; caminar el sendero de la plenitud debería ser una verdadera fiesta.
La Posmodernidad nos está ofertando una oportunidad: relaciones. El mundo se ha globalizado, y cada día hay mayores conexiones. Las personas ansían relaciones de verdad; relaciones personales que llenen sus vacíos. Hoy, Yahweh vuelve a repetir que es nuestro Dios; que quiere hacernos especiales; que su conexión no se corta, que siempre está “en línea”. Hemos de volver a comprender que el llamado a la santidad no es para unos pocos (levitas o profesionales de la religión), sino para todos y cada uno de los seres de este mundo. Nosotros, eso sí, somos agentes de ese mensaje de anhelos por cumplir. Somos los que debemos recordar que Dios firma todos sus correos, tanto las circulares como las notas personales, con un afectuoso: “Yo soy Yahweh, vuestro Dios”.
Recordando la historia
Ezequiel 20:5, 7, 19 y 20 retoma la frase porque es lo propio de los profetas escritores: volver hacia el Pentateuco y ver los hitos que marcan el sendero de la religiosidad. La memoria de las lecciones del pasado aporta dimensión (Yahweh participó de la historia, y se ofrece para seguir haciéndolo en el futuro); permanencia (la relación con Yahweh no es puntual, sino continua); y perspectiva (el vínculo con Yahweh es progresivo, no estático). En estos textos, se asegura tal memoria con la afirmación de los sábados. En el día de encuentro, se recuerdan otros encuentros y se anhelan nuevos encuentros, porque a Dios le fascina encontrarse con el hombre. Desde los paseos por el Edén, transita con nosotros. Solo hemos de recordar las idas y venidas de Abraham, el periplo por el desierto, el peregrinaje de los profetas, los itinerarios de Jesús… Yahweh es un Dios dinámico, y solo hay que hacer un poco de memoria, para darse cuenta de ello.
De nuevo, el mensaje de lo cotidiano y lo excepcional se mezclan, para fortalecer una idea: “No hay tiempo sin Yahweh y tiempo con Yahweh. Todo el tiempo le pertenece”. Vivimos una época de disonancia entre lo “religioso” y lo “secular”. Hemos vallado ambos espacios, asignando lo privado a uno y lo público a otro; pero, esa no es la realidad bíblica. No existe “a veces” en “Yo soy Yahweh, vuestro Dios”. Quizá necesitemos de un día de siete, para tener conciencia de ello; para obtener un disfrute tal de su presencia que anhelemos vivir continuamente en ese estado de santidad.
Un cordón púrpura en tu vida
Una de las normas más curiosas del Pentateuco y la santidad tiene que ver con una marca en el vestir. Hoy, en la fascinación por los deportes, se suele ver a multitudes ataviadas con las estéticas de sus equipos; son sus colores, los de la tribu a la que se asimilan. En Números 15:37 al 41, Dios se adelanta a cualquier tendencia de la moda y propone que su gente ponga, en el borde de sus atuendos, una franja con un bordón púrpura, algo bien celestial. El objetivo es simbólico: recordar quiénes eran, y no detenerse a mirar o a pensar en nada que los separe de su relación con Yahweh. ¡Qué interesante! No digo que vayamos colocando tiras de azul en nuestra ropa, pero sí trocitos de cielo en nuestra vida. Hemos de recordar quiénes somos, y no detenernos a mirar o a pensar en lo vano; en aquello que nos aleja de la existencia plena.
El párrafo concluye de forma magistral: “Yo soy Yahweh, vuestro Dios, que os saqué de la tierra de Egipto para ser vuestro Dios. Yo soy Yahweh, vuestro Dios”. Eso sí que es un bordón púrpura para cualquier mensaje a un creyente. Dios comienza con nosotros. Participa de las historias de nuestra vida libertándonos de todo tipo de esclavitud, porque es nuestro Dios. Y Dios concluye con nosotros. ¿Quién, como él? ¿Dónde podemos encontrar tanto interés, tanto cariño, tanto compromiso, tanta vida? Lo tengo bien en claro: si hubiera sido un masoreta, habría escrito, sin dudar en absoluto, que cada uno de esos versí- culos esconden un mensaje fascinante, vivificante, santificador.
Estoy más que seguro: si Dios estuviera proponiéndoles estas breves reflexiones, los miraría a los ojos y les susurraría, con una infinita sonrisa: “Yo soy Yahweh, vuestro Dios”.