¿Qué sucede cuando los hijos de los pastores no siguen los caminos del Señor?
¿Tienen ellos la culpa? ¿Qué se puede hacer?
No se culpe a sí mismo. Ni siquiera puede echarle la culpa a Dios cuando sus hijos el consejo o abandonan su herencia espiritual. No hay garantías en esto.
Muchos pastores, que también son padres, están llenos de ira, vergüenza, sentimientos de culpa, condenación propia y resentimiento cuando sus hijos se alejan de la formación que se les quiso dar. Al parecer, hasta la Palabra de Dios habría fallado. Después de todo, ¿no figura esta promesa en la Biblia?: “Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él” (Prov. 22:6).
¡Qué promesa! ¡Si sólo fuera verdad! Muchos de nosotros nos estamos destruyendo emocionalmente tratando de descubrir qué es lo que falló: nuestra conducta como padres o la promesa de Dios. Algunos de nosotros, con mucho descaro, culpamos a Dios por la conducta de nuestros hijos pródigos; pero estamos contentos y aplaudimos nuestra propia habilidad cuando nuestros hijos “andan bien”.
En primer lugar, valga una aclaración. Como no soy padre, no tengo autoridad para opinar en cuanto a la crianza y la educación de los hijos.
Pero, como pastor, reclamo la responsabilidad de “usar bien la palabra de verdad”, con la mira de compartir alguna luz y alguna esperanza.
Este proverbio no es una promesa. Este texto es exactamente lo que pretende ser: un proverbio. No es una garantía ni es una promesa: es un principio; se refiere a algo que se puede hacer. Este texto no asegura resultados agradables a los padres fieles. En cambio, presenta la responsabilidad de los padres para descubrir las capacidades y los intereses de sus hijos, a fin de guiarlos para que escojan una carrera satisfactoria que esté en armonía con esos talentos e intereses.
¡Anímese! Nuestros tiempos no son los de Dios. Ore por sus hijos descarriados; nunca deje de hacerlo. Usted no sabe en qué momento va a obrar el Espíritu Santo para convertir sus corazones y sus mentes, con el fin de atraerlos de nuevo hacia sí.
En lugar de ser una garantía irrevocable que sólo frustra y desilusiona cuando las cosas no salen como se lo había anticipado, este versículo aconseja a los padres que estudien las maneras mediante las cuales se espera que su hijo preste el mejor de los servicios, y qué carreras le pueden brindar la mayor felicidad. Por lo tanto, los padres deben recomendar actividades laborales que concuerden con las tendencias naturales en habilidades del hijo o de la hija, y se deberían esforzar por lograr ese descubrimiento. “El entrenamiento que Salomón sugiere es que los padres dirijan, eduquen y desarrollen a sus hijos. Para que los padres y los maestros puedan hacer esta tarea, deben entender ellos mismos cuáles son los caminos por donde el niño debe andar” (Testimonies, t. 6, p. 131).
El hecho de que los padres sean buenos no elimina el libre albedrío de los hijos. El amor siempre se arriesga. Es posible que el mayor riesgo que haya asumido el Creador fuera dotar- nos de libre albedrío. Ni la fidelidad religiosa ni la pericia de los padres elimina el libre albedrío de los hijos. Las Escrituras nunca prometen recompensar la espiritualidad de los padres obligando a los hijos a portarse bien.
Nótese el claro ejemplo que nos dio Jesús en su parábola del hijo pródigo, en la que el amor del Padre representa las actitudes y los procedimientos de nuestro Padre celestial. Sin duda, este es un modelo de la mejor educación paterna posible. Pero, a pesar de esta excelencia paterna, un hijo se fue de la casa y el otro (el que se quedó, y alegó que siempre había sido fiel y obediente) avanzó también en el camino de la rebelión. No todos los pródigos se van de casa.
El hijo menor actuó como si su padre ya hubiera muerto: “Dame ahora mi parte de la herencia”, demandó. El hijo mayor, por su parte, aparentemente estaba tan preocupado por apoderarse de todas las posesiones del padre, que se sintió profundamente frustrado cuando su hermano regresó. Ninguno de los dos hijos quería saber nada con los valores que sustentaba el padre. Ambos manifestaron mayor confianza en las buenas obras que en la gracia. El que abandonó el hogar razonó que debía regresar a casa para recuperar su lugar por medio del servicio; y el otro creía que muchos años de servicio merecían una recompensa mayor.
Dios quiere ayudarlos a amar a sus pródigos. La parábola contiene profundas verdades y brinda esperanza. Usted no es el responsable final de todo lo que sus hijos deciden hacer. A veces, lo único que puede hacer el padre es esperar que se produzca en su hijo un cambio de actitud mental y espiritual. Si lo hubiera podido cambiar, aconsejándole que no sea desobediente, buscándolo cuando se fue de la casa, amonestándolo por su vida disipada o cualquier otro esfuerzo personal,
seguramente habría elegido, para su hijo, que evitara las traumáticas consecuencias que inevitablemente siguen a la rebelión.
¡Anímese! Nuestros tiempos no son los de Dios. Ore por sus hijos descarriados; nunca deje de hacerlo. Usted no sabe en qué momento va a obrar el Espíritu Santo para convertir sus corazones y sus mentes, con el fin
de atraerlos de nuevo hacia sí.
Ame incondicionalmente. No asuma demasiada responsabilidad por las decisiones de sus hijos. Perdónese a sí mismo y
perdónelos a ellos también; y no se olvide de perdonar al amoroso Salvador que ha concedido libre albedrío a todos sus hijos.
No tolere conductas que puedan poner en peligro la seguridad de su esposa y de sus otros hijos; pero ni se le ocurra creer que usted puede obligar a sus hijos, cuando ya han crecido, a someterse a la clase de conducta que usted aprueba. Ame incondicionalmente y evite las reprimendas. Si tiene la tendencia a criticar
o a expresar una y otra vez las opiniones acerca del estilo de vida de su hijo, que él (o ella) ya sabe que no son de su agrado, ore a Dios para que obre en usted el mismo milagro que hizo con los leones cuando Daniel estaba en el foso: ¡Les cerró las fauces! Que cierre su boca también.
Ame incondicionalmente. No asuma demasiada responsabilidad por las decisiones de sus hijos. Perdónese a sí mismo y perdónelos a ellos también; y no se olvide de perdonar al amoroso Salvador que ha concedido libre albedrío a todos sus hijos.