Los tiempos modernos requieren creatividad, osadía e innovación. Sin embargo, es necesario usar el sentido común.
Que los cambios culturales están siendo intensos por la potenciación de la tecnología, facilitando la comunicación y la interacción entre las personas, no hay ninguna duda. Pero, al mismo tiempo, tengo una preocupación que, imagino, debe ser la preocupación de muchos – si no de todos – los líderes: la tecnología nos alcanzó muy rápidamente, y no nos dio suficiente tiempo para reflexionar sobre cómo debemos utilizarla. De esa manera, muchas personas no saben cómo actuar frente a tanta innovación. Y todo eso, evidentemente, ha afectado a la iglesia en forma directa.
Nuestro proceder diario en la coyuntura social es una reacción a la acción no planificada, y muchos menos coordinada, de los avances tecnológicos. De hecho, parece que no hay nadie en el control de la revolución cibernética y, por lo tanto, es difícil saber dónde va a parar todo esto.
La cultura cibernética requiere siempre una adaptación a los cambios. Como iglesia, necesitamos insertarnos, con equilibrio y sentido común, en esa realidad. No podemos quedar distantes de las personas; necesitamos conocerlas, saber qué piensan, qué les gusta y qué comparten. En esta nueva cultura, los cambios son percibidos por la velocidad, que fue didácticamente definida como dromocracia (dromos significa movimiento con velocidad).
La idea de ser veloces en todo lo que hacemos acaba generando gran volumen de contenido sin utilidad, es decir, apenas un contenido más entre tantos otros. En el contexto de la evangelización por Internet, no basta con tener solo velocidad; es necesario que el contenido sea una suma de creatividad, osadía e innovación. En la era de la innovación, se producen cantidades de contenidos, pero son pocos los que se destacan.
Otra evidencia de eso es la “glocalización”, que es el resultado de la fusión de las palabras globalización y localización. Se refiere a la presencia de la dimensión local en la producción de una cultura global. Eso representa una mezcla de las nociones de lo próximo y lo distante, porque no existe más una dependencia de la presencia de un cuerpo en determinado espacio. Las distancias no constituyen problema, porque lo global se transformó en local y lo local se transformó en global. Por eso, el evangelismo, en sus nuevas estrategias y cuidado de los miembros de iglesia, debe hacer uso de esas herramientas. De esta manera, la iglesia quedará más cercana a las personas.
También hay que superar el mito de que lo que ocurre en el universo virtual no tiene importancia en el real. En Facebook, la Iglesia Adventista del Séptimo Día tiene más de 1,8 millón de seguidores (sumadas las páginas en portugués y español). Fue por ese medio estratégico que centenas de personas, movidas por el Espíritu Santo, aceptaron a Cristo como Salvador; se transformaron en miembros comprometidos con Dios y con la iglesia. Y la mayoría de ellos conoció a la iglesia por medio del evangelismo en las redes sociales.
Por otro lado, como iglesia, no podemos ignorar los peligros de la cibercultura. Conocerlos nos ayuda a evitar sus efectos.
Las redes sociales, de forma más específica, profundizan la liquidez de las relaciones sociales, en que es posible tener centenas o millares de amigos virtuales y, al mismo tiempo, sentirse solo, por causa de la naturaleza superficial de esas relaciones. En ese aspecto, la iglesia es fundamental para responder a esto, proveyendo del tiempo y el lugar para que sean desarrolladas y mantenidas relaciones más profundas.
Frente a esta realidad tecnológica, la Iglesia Adventista del Séptimo Día necesita adaptarse a los cambios, modernizándose, pero sin mundanalizarse. Debe estimular a sus miembros a ejercer influencia positiva en la sociedad, conduciendo a las personas a una experiencia con Jesús.